En algún sitio de los
sótanos del banco Cox and Co., en Charing Cross, hay un estuche metálico de
documentos, maltratado y desgastado por los viajes, con mi nombre pintado en la
tapa: John H. Watson, M.D., anteriormente del Ejército de la India. Está atestado
de papeles, casi todos los cuales son informes sobre casos que ilustran los
curiosos problemas que en diversos momentos tuvo que examinar el señor Sherlock
Holmes. Algunos, y no menos interesantes, fueron completos fracasos, y como
tales no admiten que se les relate, ya que no se llega a ninguna explicación
definitiva. Un problema sin solución puede interesar al estudioso, pero es
difícil que no moleste al lector corriente. Entre estos casos no concluidos
está el del señor James Phillimore, quien, volviendo atrás hacia su casa para
buscar su paraguas, desapareció de este mundo sin dejar rastro. No menos
notable es el del barco Alicia, que zarpó una mañana de primavera y se metió en
un pequeño banco de niebla del que jamás volvió a salir, sin que se supiera más
de él ni de su tripulación. Otro caso digno de nota es el Isador Persano, el
conocido periodista y duelista, a quien se encontró en estado de locura,
mirando fijamente una caja de cerillas que tenía delante y que contenía un
curioso gusano, al parecer desconocido para la ciencia. Aparte de esos casos no
sondeados, hay algunos que implican los secretos de familias particulares,
hasta un punto que significaría la consternación en muchos ambientes elevados
si se creyera posible que hallaran su camino hasta la letra impresa. No
necesito decir que tal quebrantamiento de confianza es impensable, y que esos
informes se apartarán y se destruirán ahora que mi amigo tiene tiempo para
dedicar sus energías a otro asunto. Queda un considerable remanente de casos de
mayor o menor interés, que yo podría haber publicado antes si no hubiera temido
dar al público un hartazgo que repercutiera en la reputación de un hombre a
quien admiro por encima de todos. En algunos estuve metido yo mismo y puedo
hablar como testigo de vista, mientras que en otros, o no estuve presente o
tuve un papel tan pequeño que sólo podrían contarse como por parte de una
tercera persona. El siguiente relato está sacado de mi propia experiencia.
Era una desapacible
mañana de octubre, y observé, al vestirme, cómo las últimas hojas que quedaban
iban siendo arrebatadas del solitario plátano que agracia el terreno de detrás
de nuestra casa. Bajé a desayunar preparado para encontrar a mi compañero
deprimido, pues, como todos los grandes artistas, fácilmente se dejaba
impresionar por su ambiente. Por el contrario, vi que casi había terminado su
desayuno y que su humor era especialmente luminoso y alegre, con ese buen ánimo
algo siniestro que caracterizaba sus momentos más ligeros.
-¿Tiene algún caso, Holmes?
-Hice notar.
-La facultad de
deducción es ciertamente contagiosa, Watson -respondió-. Le ha hecho capaz de
sondear mi secreto. Sí, tengo un caso. Tras un mes de trivialidades y
estancamiento, las ruedas se ponen en marcha otra vez.
-¿Podría compartirlo?
-Hay poco que compartir,
pero podemos discutirlo cuando haya consumido un par de huevos duros con que
nos ha favorecido nuestra cocinera. Su estado quizá no deje de tener relación
con el ejemplar del Family Herald que observé ayer en la mesa del vestíbulo.
Incluso un asunto tan trivial como el cocer un huevo requiere una atención que
sea consciente del paso del tiempo, incompatible con la novela de amor de esa
excelente publicación.
Un cuarto de hora
después, la mesa estaba despejada y nosotros cara a cara. El había sacado una
carta del bolsillo.
-¿Ha oído hablar de Neil
Gibson, el Rey del Oro? -dijo.
-¿Quiere decir el
senador americano?
-Bueno, una vez fue
senador por algún estado del Oeste, pero se le conoce más como el mayor magnate
de minas de oro del mundo.
-Sí, sé de él. Seguro
que lleva viviendo algún tiempo en Inglaterra. Su nombre es muy conocido.
-Sí, compró unas grandes
propiedades en Hampshire hace cinco años. ¿Ha oído hablar del trágico fin de su
mujer?
-Claro. Ahora lo
recuerdo. Por eso es conocido el nombre. Pero la verdad es que no sé nada de
los detalles.
Holmes dirigió la mano
hacia unos papeles que había en una silla.
-Yo no tenía idea de que
el caso vendría a parar a mí, ni de que ya tendría preparados mis recortes de
prensa -dijo-. La verdad es que el problema, aunque enormemente sensacional, no
parecía presentar dificultades. La interesante personalidad de la acusada no
oscurece la claridad de las pruebas. Esa fue la opinión emitida por el jurado
forense y también en la instrucción. Ahora se ha remitido a la Audiencia de
Winchester. Me temo que es un asunto ingrato. Puedo descubrir hechos, Watson,
pero no puedo cambiarlos. A no ser que se presenten algunos completamente
nuevos e inesperados, no veo qué puede esperar mi cliente.
-¿Su cliente?
-Ah, me olvidaba de que
no se lo he dicho. Me estoy metiendo en su enredosa costumbre, Watson, de
contar las cosas por el final. Más vale que empiece por leer esto.
La carta que me había
entregado, escrita con letra enérgica y dominante, decía así:
«Hotel Claridge, 3 de
octubre
»Querido señor Sherlock
Holmes:
»No puedo ver ir a la
muerte a la mejor mujer que ha creado Dios sin hacer todo lo posible por
salvarla. No puedo explicar las cosas, ni siquiera puedo intentarlo, pero sé
sin duda alguna que la señorita Dunbar es inocente. Usted conoce los hechos, ¿y
quién no? Ha sido el comadreo de todo el país. ¡Y ni una voz se ha levantado a
su favor! Es la maldita injusticia de todo esto lo que me vuelve loco. Esa
mujer tiene un corazón que no le dejaría matar una mosca. Bueno, iré mañana a
las once a ver si usted puede dejar pasar algún rayo de luz a la oscuridad.
Quizá tenga yo una clave y no lo sé. En todo caso, todo lo que sé, todo lo que
tengo y todo lo que soy son para usted, si puede salvarla. Si alguna vez en su
vida ha mostrado toda su capacidad, aplíquela ahora a este caso.
»Suyo atentísimo,
»J. Neil Gibson.»
- Ahí lo tiene -dijo
Sherlock Holmes, sacudiendo las cenizas de su pipa de después del desayuno y
volviendo a llenarla despacio-. Este es el caballero que espero. En cuanto a la
historia, apenas ha tenido tiempo usted de hacerse cargo de todos esos papeles,
así que debo ponerle al corriente si va a tomar un interés intelectual en el
asunto. Este hombre es el más poderoso financiero del mundo, y un hombre, según
tengo entendido, de carácter muy violento y temible. Se casó con una mujer, la
víctima de esta tragedia, de la que no sé nada sino que ya había pasado su
juventud, lo que fue aún más desgraciado, dado que una institutriz muy
atractiva se ocupaba de la educación de sus dos niños pequeños. Esas son las
tres personas que intervienen en el asunto, y el escenario es una grandiosa
mansión señorial, centro de una histórica finca inglesa. Pasemos ahora a la
tragedia. A la mujer se la encontró en los terrenos de la finca, a casi media
milla de la casa, en plena noche, vestida con el traje de la cena, con un chal
por los hombros y una bala de revólver que le había atravesado la cabeza. No se
encontró arma alguna cerca de ella y no había pistas locales en cuanto al
asesinato. No había arma alguna cerca de ella, Watson, ¡fíjese en eso! El
crimen parece que se cometió ya entrada la noche, el cadáver lo encontró un
guarda de caza hacia las once y lo examinaron la policía y un médico antes de
llevarlo a la caza. ¿Está muy condensado o puede seguirlo claramente?
-Está muy claro, pero
¿por qué sospechar de la institutriz?
-Bueno, en primer lugar,
hay algún indicio muy directo. Un revólver con una cámara descargada y de un
calibre que correspondía a la bala se halló en el suelo de su guardarropa. -Sus
ojos se quedaron fijos y repitió, fragmentando las palabras-:
En-el-suelo-de-su-guardarropa. -Luego se quedó en silencio, y vi que se había
puesto en marcha algún proceso de pensamiento que sería estúpido interrumpir.
De repente, sobresaltado, volvió a emerger a una vida animada-. Sí, Watson, se
encontró. Bastante condenatorio, ¿eh? Eso pensaron los dos primeros jurados.
Además, la mujer muerta llevaba encima una nota dándole cita en ese mismo lugar
y firmada por la institutriz. ¿Qué tal eso? Finalmente, está el motivo. El
senador Gibson es una persona muy atractiva. Si muere su mujer, quién más
probable que la suceda sino la señorita que ya, por todos los informes, había
recibido apremiantes atenciones de su patrono. Amor, fortuna, poder, todo
dependiendo de una vida de mediana edad. Feo, Watson, ¡muy feo!
-Sí, es verdad, Holmes.
-Y ella no puede
presentar una coartada. Por el contrario, tuvo que admitir que había bajado
cerca del puente de Thor -que fue el escenario de la tragedia- hacia esa hora.
No lo podía negar, porque la había visto un aldeano que pasaba por allí.
-Eso realmente parece
definitivo.
-¡Y sin embargo, Watson,
sin embargo…! Ese puente, un solo ancho arco de piedra con balaustrada a los
lados, hace pasar el camino sobre la parte más estrecha de una laguna larga,
honda, rodeada de juncos. Lago de Thor, lo llaman. En la entrada del puente
yacía muerta la mujer. Tales son los principales hechos. Pero, si no estoy
equivocado, aquí está nuestro cliente, mucho antes de la hora.
Billy había abierto la
puerta, pero el nombre que anunció era inesperado. El señor Marlon Bates nos
era desconocido a los dos. Era un hombre pequeño, delgado y nerviosos, de ojos
asustados, y unas maneras convulsivas y vacilantes; un hombre de quien
cualquier mirada profesional juzgaría que estaba al borde del hundimiento
nervioso.
-Parece agitado, señor
Bates -dijo Holmes-. Por favor, siéntese. Me temo que sólo puedo concederle un
rato, pues tengo una cita a las once.
-Ya sé que la tiene
-jadeó nuestro visitante, disparando frases breves como un hombre sin aliento-.
Viene el señor Gibson. El señor Gibson es mi jefe. Soy administrador de su
finca. Señor Holmes, es un canalla…, un canalla infernal.
-Un lenguaje fuerte,
señor Bates.
-Tengo que ser enfático,
señor Holmes, porque el tiempo es limitado. No querría que me encontrara aquí
por nada del mundo. Ahora está a punto de llegar. Pero yo estaba en un lugar
desde no pude venir antes. Su secretario, el señor Ferguson, no me dijo hasta
esta mañana que él tenía cita con usted.
-¿Y usted es su
administrador?
-Ya le he avisado que me
despido. Dentro de un par de semanas me habré librado de esa maldita
esclavitud. Un hombre duro, señor Holmes, duro con todo lo que le rodea. Esas
beneficencias públicas son una pantalla para cubrir sus iniquidades privadas.
Fue brutal con ella. Ella venía de los trópicos, era brasileña de nacimiento,
como sin duda usted sabe.
-No, se me había
escapado.
-Tropical por nacimiento
y tropical por naturaleza. Hija del sol y de la pasión. Le había querido a él
como pueden querer las mujeres así, pero cuando se marchitaron sus encantos
físicos -que he oído decir que en otro tiempo fueron grandes-, no hubo nada que
le sujetara. Todos la queríamos y estábamos por ella, y le odiábamos a él por
el modo como la trataba. Pero él es taimado y astuto. Eso es todo lo que tengo
que decirle. No lo tome por lo que parece a simple vista. Hay algo más detrás
de eso. Ahora me tengo que ir. ¡No, no me retenga! El casi estará al llegar.
Con una asustada mirada
al reloj, nuestro extraño visitante salió literalmente corriendo por la puerta
y desapareció.
-¡Bueno! ¡Bueno! -dijo
Holmes, tras un intervalo de silencio.
-El señor Gibson parece
tener una casa muy leal. Pero el aviso es sutil, y ahora sólo podemos esperar a
que aparezca el hombre en persona.
A la hora en punto oímos
unos pesados pasos por las escaleras y se hizo entrar al cuarto el famoso
millonario. Al mirarlo, comprendí no sólo los temores y el odio de su
administrador, sino también los ataques que tantos rivales en los negocios
habían acumulado sobre su cabeza. Si yo fuera escultor y quisiera dar con el
modelo de hombre de negocios con éxito, nervios de hierro y conciencia de
cuero, elegiría al señor Neil Gibson como modelo. Su figura alta, flaca y
áspera sugería la rapacidad y el hambre. Un Abraham Lincoln trasladado a bajos
usos daría cierta idea de ese hombre. Su cara podía estar cincelada en granito,
dura, angulosa, inexorable, con profundas líneas, cicatrices de muchas
penalidades. Unos fríos ojos grises, mirando con astucia bajo unas cejas
erizadas, nos inspeccionaron sucesivamente. Se inclinó de modo rutinario cuando
Holmes dijo mi nombre, y luego, con dominante aire de posesión, tendió una
silla a mi compañero y se sentó con sus huesudas rodillas casi tocándose.
-Permítame empezar
diciendo, señor Holmes -comenzó-, que el dinero en este caso no me importa
nada. Lo puedo quemar si le sirve de algo para alumbrar la verdad. Esa mujer es
inocente y esa mujer debe quedar absuelta, y a usted le toca conseguirlo. ¡Diga
su cifra!
-Mis honorarios siguen
una escala fija -dijo fríamente Holmes-. No lo varío, salvo cuando los perdono
por completo.
-Bueno, si los dólares
no significan nada para usted, piense en la reputación. Si arregla esto, todos
los periódicos de Inglaterra y de América le trompetearán. Será el tema de
conversación de todos los continentes.
-Gracias, señor Gibson.
Creo que no necesito trompeteos. Quizá le sorprenda saber que prefiero trabajar
de modo anónimo, y que es el problema mismo lo que me atrae. Pero estamos
desperdiciando el tiempo. Vamos a los hechos.
-Creo que usted
encontrará los más importantes en los informes de prensa. No sé que pueda
añadir nada para ayudarle. Pero si hay algo sobre lo que usted desee más luz…,
bueno, aquí estoy para proporcionarla.
-Bueno, sólo hay un
punto.
-¿Cuál?
-¿Cuáles eran las
relaciones exactas entre usted y la señorita Dunbar?
El Rey del Oro se
sacudió violentamente y casi se levantó de la silla. Luego recobró su calma
corpulenta.
-Supongo que está usted
en su derecho, y quizá tiene obligación de hacer esa pregunta, señor Holmes.
-Vamos a estar de
acuerdo en suponerlo así -dijo Holmes.
-Entonces, puedo
asegurarle que nuestras relaciones eran enteramente y siempre las de un patrono
hacia una señorita con la que nunca conversó y a la que nunca vio, salvo cuando
estaba en compañía de sus hijos.
Holmes se levantó de la
silla.
-Señor Gibson, yo soy un
hombre muy atareado -dijo-, y usted no tiene tiempo ni ganas de conversaciones
que no van a ninguna parte. Le deseo buenos días.
Nuestro visitante se
levantó también y su gran figura descoyuntada se irguió por encima de la de
Holmes. Había un fulgor furioso bajo esas cejas erizadas y un toque de color en
las mejillas cetrinas.
-¿Qué diablos quiere
decir con eso, señor Holmes? ¿Rechaza usted mi asunto?
-Bueno, señor Gibson,
por lo menos le rechazo a usted. Había creído que mis palabras eran bien
claras.
-Muy claras, pero ¿qué
hay detrás de esto? ¿Me sube el precio o tiene miedo de hacerse cargo, o qué?
Tengo derecho a una respuesta clara.
-Bueno, quizá lo tenga
-dijo Holmes-. Le daré ésta. Este asunto ya es bastante complicado para empezar
con él sin la dificultad adicional de una información falsa.
-¿Quiere decir que
miento?
-Bueno, trataba de
expresarlo tan delicadamente como pude, pero si usted se empeña en esa palabra,
no le llevaré la contraria.
Me puse en pie de un
salto, pues la expresión de la cara del millonario era demoníaca en su
intensidad, y había levanto su gran puño nudoso. Holmes sonrió lánguidamente y
extendió la mano a la pipa.
-No haga tanto ruido,
señor Gibson. Tenga en cuenta que, después del desayuno, incluso la menor
discusión me sienta mal. Un paseo al aire de la mañana y pensarlo un poco
tranquilamente le vendrían muy bien.
Con esfuerzo, el Rey del
Oro dominó su furia. No pude menos de admirarle, pues con un supremo dominio de
sí mismo había pasado en un momento desde una cálida llamarada de cólera a una
indiferencia fría y despreciativa.
-Bueno, usted decide.
Supongo que usted sabe manejar sus propios asuntos. No puedo hacerle coger el
caso contra su voluntad. No le beneficia nada lo de esta mañana, señor Holmes,
pues he derrumbado a hombres más fuertes que usted. Nadie me ha llevado la
contraria y se ha salido con la suya.
-Muchos me han dicho
eso, y sin embargo aquí estoy -dijo Holmes, sonriendo-. Bueno, señor Gibson,
buenos días. Usted tiene todavía mucho que aprender.
Nuestro visitante salió
ruidosamente, pero Holmes fumaba en silencio imperturbable con unos ojos
pensativos fijos en el techo.
-¿Algo que opinar,
Watson? -preguntó por fin.
-Bueno, Holmes, debo
confesar que, cuando considero que éste es un hombre que apartaría sin duda
cualquier obstáculo de su camino, y cuando recuerdo que su mujer quizá fuera un
obstáculo y un motivo de odio, según nos dijo ese Bates, me parece…
-Exactamente. Y a mi
también.
-Pero ¿cuáles eran sus
relaciones con la institutriz y cómo lo ha descubierto?
-¡Un farol, Watson, un
farol! Cuando consideré el tono apasionado de su carta, extraño, nada de
negocios, y lo contrasté con sus maneras y su aspecto de dominio de sí mismo,
resultó muy claro que había alguna emoción profunda centrada en la acusada,
antes que en la víctima. Tenemos que comprender las relaciones exactas de esas
tres personas sí hemos de alcanzar la verdad. Ya vio el ataque de frente que le
hice y qué imperturbablemente lo recibió. Luego me tiré un farol dándole la
impresión de que estaba absolutamente seguro, cuando en realidad sólo lo
sospechaba.
-¿Volverá, quizá?
-Estoy seguro de que lo
hará. Debe volver. No puede dejarlo donde está. ¡Ah! ¿No llaman a la puerta?
Sí, ahí están sus pasos. Bueno, señor Gibson, estaba diciéndole ahora mismo al
doctor Watson que ya era más que hora de que viniera.
El Rey del Oro había
vuelto a entrar en el cuarto con un aire más amansado que cuando salió. Su
orgullo herido seguía mostrándose en sus ojos resentidos, pero su sentido común
le había hecho ver que tenía que ceder para alcanzar su fin.
-Lo he estado pensando,
señor Holmes, y creo que me he apresurado al tomar a mal sus observaciones.
Usted tiene razón en llegar al fondo de los hechos, sean cuales sean, y le
admiro por ello. Sin embargo, puedo asegurarle que las relaciones entre la
señorita Dunbar y yo no tienen que ver realmente con el asunto.
-Eso tengo que ser yo
quien lo decida, ¿no?
-Sí, supongo que así es.
Es usted como un cirujano que quiere conocer todos los síntomas antes de dar el
diagnóstico.
-Exactamente. Eso lo
expresa bien. Y sólo un paciente que tenga algún objetivo al engañar a su
médico le ocultaría la realidad de su caso.
-Puede ser, pero
reconocerá usted, señor Holmes, que la mayor parte de los hombres se echarían
un poco atrás si les preguntaran a quemarropa cuáles son sus relaciones con una
mujer, si hay un sentimiento serio en el caso. Supongo que la mayor parte de
los hombres tienen un pequeño reducto privado en algún rincón de sus almas donde
no les gusta que entren intrusos. Y usted ha irrumpido bruscamente en él. Pero
el objetivo le excusa, puesto que era el tratar de salvarla. Bueno, el juego
está hecho, y la reserva, abierta, y puede explorar donde quiera. ¿Qué es lo
que quiere?
-La verdad.
El Rey del Oro se detuvo
un momento como quien ordena sus pensamientos. Su cara sombría y de hondos
surcos se había vuelto aún más triste y más grave.
-Se la puedo decir en
pocas palabras, señor Holmes -dijo por fin-. Hay cosas que son tan dolorosas como
difíciles de decir, así que no iré más allá de lo necesario. Conocí a mi mujer
cuando buscaba oro en Brasil. María Pinto era la hija de un funcionario del
Gobierno en Manaos, y era muy hermosa. Ya era joven y ardiente en esos días,
pero incluso ahora, mirando atrás con sangre más fría y ojos más críticos, veo
que era extraordinaria y prodigiosa en su belleza. Tenía un carácter
profundamente rico, también, apasionado, muy diferente de las americanas que he
conocido. Bueno, para abreviar la larga historia, la quise y me casé con ella.
Sólo cuando se pasó lo romántico -y duró años-, me di cuenta de que no teníamos
nada -absolutamente nada- en común. Mi amor se fue apagando. Si el de ella
hubiera desaparecido, la cosa habría sido más fácil. Pero ¡ya sabe el curioso
modo de ser de las mujeres! Hiciera lo que hiciera, nada podía apartarla de mí.
Si he sido áspero con ella, o incluso brutal, como han dicho algunos, fue
porque sabía que si pudiera matar su amor o convertirlo en odio, sería más
fácil para los dos. Pero nada la cambió. Me adoraba en estos bosques ingleses
como me había adorado hace veinte años en las orillas del Amazonas. Hiciera lo
que hiciera, seguía tan apegada como siempre.
»Entonces apareció la
señorita Grace Dunbar. Vino por un anuncio nuestro y fue la institutriz de
nuestros dos hijos. Quizá haya visto usted su retrato en los periódicos. El
mundo entero ha proclamado que es también una mujer muy bella. Bueno, yo no
pretendo ser más moral que mis prójimos, y le confesaré que no podía vivir bajo
el mismo techo con una mujer así y en contacto diario con ella sin sentir una
consideración apasionada hacia ella. ¿Me censura usted, señor Holmes?
-No le censuro porque lo
sintiera. Le censuraría si lo expresó, puesto que esa señorita estaba en cierto
sentido bajo su protección.
-Bueno, quizá sea así
-dijo el millonario, aunque por un momento el reproche había vuelto a hacer
surgir en sus ojos el viejo fulgor colérico-. No pretendo ser mejor de lo que
soy. Supongo que toda la vida he sido un hombre que echaba mano a lo que
quería, y nunca he querido más que el amor y la posesión de esa mujer. Así se
lo dije.
-Ah, ¿se lo dijo?
Holmes podía parecer
temible cuando se emocionaba.
-Le dije que si pudiera
casarme con ella lo haría, pero que eso no estaba a mi alcance. Le dije que el
dinero no me importaba y que se haría todo lo que pudiera hacer para que ella
estuviera feliz y a gusto.
-Muy generoso, por
supuesto -dijo Holmes, con una mueca burlona.
-Mire usted, señor
Holmes. Vine a verle por una cuestión de pruebas, no de moral. No le pido su
crítica.
-Sólo en atención a esa
señorita es por lo que cojo su caso -dijo Holmes severamente-. No sé de nada de
lo que se la acusa que sea realmente peor que lo que usted mismo ha confesado:
que ha tratado de echar a perder a una chica indefensa que estaba bajo su
techo. A algunos de ustedes, los ricos, habría que enseñarles que no se puede
sobornar a todo el mundo para que perdonen sus excesos.
Para mi sorpresa, el Rey
del Oro recibió el reproche con ecuanimidad.
-Eso es lo que yo mismo
pienso ahora. Gracias a Dios que mis planes no salieron como yo pretendía. Ella
no quiso aceptar nada de eso, y quiso dejar la casa al momento.
-¿Por qué no lo hizo?
-Bueno, en primer lugar,
otras personas dependían de ella, y no era fácil para ella echarlas a todas al
sacrificar su modo de ganarse la vida. Cuando juré -como hice- que no la
volvería a molestar, consintió en quedarse. Pero había otra razón. Ella conocía
la influencia que tenía sobre mí, y que ésta era más fuerte que ninguna otra en
el mundo. Ella quería usarla para bien.
-¿Cómo?
-Bueno, sabía algo de
mis negocios. Son muy grandes, señor Holmes, más de lo que creería cualquier
persona normal. Puedo elevar o destruir, y suele ocurrir que destruya. No sólo
individuos. Eran comunidades, ciudades, incluso naciones. El negocio es un
juego duro, y los débiles acaban contra la pared. Jugué el juego por todo lo
que valía. Nunca chillé y nunca me importó que el otro chillara. Pero ella lo
veía de otro modo. Creo que tenía razón. Creía y decía que una fortuna para un
solo hombre, siendo más de lo que necesitaba, no debería construirse sobre diez
mil hombres arruinados que quedaban sin medios de vida. Así es como lo veía, y
creo que era capaz de ver más allá de los dólares, algo más duradero. Se dio
cuenta de que yo hacía caso de lo que decía, y creyó que serviría al mundo
influyendo en mis acciones. Así se quedó…, y entonces ocurrió esto.
-¿Puede usted arrojar
alguna luz sobre ello?
El Rey del Oro se detuvo
más de un minuto, con la cabeza entre las manos, perdido en profundos
pensamientos.
-Está muy negro contra
ella. No lo puedo negar. Y las mujeres tienen una vida interior y pueden hacer
cosas que escapan al juicio de un hombre. Al principio yo me quedé tan
trastornado y abrumado que estaba dispuesto a creer que ella se había dejado
llevar de algún modo extraño que iba contra su naturaleza. Una sola explicación
se me ocurrió. Se la doy, señor Holmes, por lo que pueda valer. No hay duda de
que mi mujer estaba terriblemente celosa. Hay unos celos del alma que pueden
ser tan frenéticos como los celos del cuerpo, y aunque mi mujer no tenía razón
-y creo que la entendía- para estos últimos, se daba cuenta de que esa chica
inglesa ejercía un influjo en mi ánimo y en mis actos que ella misma no logró
nunca. Era una influencia para bien, pero eso no arreglaba el asunto. Estaba
loca de odio, y el calor del Amazonas seguía siempre en su sangre. Podría haber
planteado asesinar a la señorita Dunbar, o, digamos, amenazarla con una pistola
para asustarla y que se marchara. Entonces podría haber habido una pelea y que
la pistola se disparase hiriendo a la que la tenía.
-Esa posibilidad ya se
me ha ocurrido -dijo Holmes-. En efecto, era la única alternativa obvia al
asesinato deliberado.
-Pero ella lo niega
absolutamente.
-Bueno, eso no es
definitivo, ¿verdad? Uno puede entender que una mujer puesta en una situación
tan terrible pudiera apresurarse a casa llevando todavía el revólver. Incluso
pudo haberlo tirado entre su ropa, sin saber apenas lo que hacía, y, cuando fue
encontrado, pudo intentar salir del paso mintiendo con una negativa total,
puesto que era imposible toda explicación. ¿Qué hay contra tal suposición?
-La misma señorita
Dunbar.
-Bueno, quizá.
Holmes miró el reloj.
-No tengo duda de que
podemos obtener esta mañana los permisos necesarios y llegar a Winchester en el
tren de la tarde. Cuando yo vea a esa señorita, es muy posible que le sea más
útil en el asunto, aunque no puedo prometer que mis conclusiones sean necesariamente
como usted desea.
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