En las calles de Hanoi se encontró frente a un vendedor
ambulante sin piernas que iba sobre un carrito de madera y llamaba con gritos
chillones a todos los transeúntes. Chien disminuyó la marcha escuchó, pero no
se detuvo. Los asuntos del Ministerio de Artefactos Culturales ocupaban su
mente y distraían su atención: era como si estuviera solo, y no lo rodearan los
que iban en bicicletas y ciclomotores y motos a reacción. Y, asimismo, era como
si el vendedor sin piernas no existiera.
—Camarada —lo llamó sin embargo, y persiguió hábilmente a
Chien con su carrito, propulsado por una batería a helio—. Tengo una amplia
variedad de remedios vegetales y testimonios de miles de clientes satisfechos.
Descríbeme tu enfermedad y podré ayudarte. —Está bien —dijo Chien,
deteniéndose—, pero no estoy enfermo. «Excepto —pensó— de la enfermedad crónica
de los empleados del Comité Central: el oportunismo profesional poniendo a
prueba en forma constante las puertas de toda posición oficial, incluyendo la
mía.»
—Por ejemplo puedo curar las afecciones radiactivas
—canturreó el vendedor ambulante, persiguiéndolo aún—. O aumentar, si es
necesario, la potencia sexual. Puedo hacer retroceder los procesos
cancerígenos, incluso los temibles melanomas, lo que podríamos llamar cánceres
negros. —Alzando una bandeja de botellas, pequeños recipientes de aluminio y
distintas clases de polvos en recipientes de plástico, el vendedor canturreó—:
Si un rival insiste en tratar de usurpar tu ventajosa posición burocrática,
puedo darte un ungüento que bajo su apariencia de bálsamo cutáneo es una toxina
increíblemente efectiva. Y mis precios son bajos, camarada. Y como atención
especial a alguien de aspecto tan distinguido como el tuyo, te aceptaré en pago
los dólares inflacionarios de posguerra en billetes, que tienen fama de moneda
internacional pero en realidad no valen mucho más que el papel higiénico.
—Vete al infierno —dijo Chien, y le hizo señas a un taxi
sobre colchón de aire que pasaba en ese momento.
Ya se había atrasado tres minutos y medio para su primera
cita del día, y en el Ministerio sus diversos superiores de opulento trasero
estarían haciendo rápidas anotaciones mentales, al igual que sus subordinados,
que las harían en proporción aún mayor.
El vendedor dijo con calma: —Pero, camarada, debes
comprarme. —¿Por qué? —preguntó Chien. Sentía indignación. —Porque soy un
veterano de guerra, camarada. Luché en la Colosal Guerra Final de Liberación
Nacional con el Frente Democrático Unido del Pueblo contra los Imperialistas.
Perdí mis extremidades inferiores en la batalla de San Francisco. —Ahora su
tono era triunfante y socarrón—. Es la ley. Si te niegas a comprar las
mercancías ofrecidas por un veterano, te arriesgas a que te multen o que te
envíen a la cárcel…, además de la deshonra.
Con gesto cansado, Chien indicó al taxi que siguiera.
—Concedido —dijo—. Está bien, debo comprarte. —Dio un rápido vistazo a la pobre
exhibición de remedios vegetales, buscando uno al azar—. Éste —decidió,
señalando un paquetito de la última hilera y envuelto en papel. El vendedor
ambulante se rió. —Eso es un espermaticida, camarada. Lo compran las mujeres
que no pueden aspirar a La Píldora por razones políticas. Te sería poco útil.
En realidad no te sería nada útil, porque eres un caballero.
—La ley no exige que te compre algo útil —dijo Chien en
tono cortante—. Sólo que debo comprarte algo. Me llevaré ése.
Metió la mano en su chaqueta acolchada, buscando la
billetera, henchida por los billetes inflacionarios de posguerra con los que le
pagaban cuatro veces a la semana, en su calidad de servidor del gobierno.
—Cuéntame tus problemas —dijo el vendedor. Chien lo miró asombrado. Atónito
ante la invasión de su vida privada… por alguien que no era del gobierno.
—Está bien, camarada —dijo el vendedor, al ver su
expresión—. No te sondearé. Perdona. Pero como doctor, como curador naturista,
lo indicado es que sepa todo lo posible. —Lo examinó, con sus delgados rasgos
sombríos—. ¿Miras la televisión mucho más de lo normal? —preguntó de pronto.
Tomado por sorpresa, Chien dijo: —Todas las noches. Menos los viernes, cuando
voy al club a practicar el enlace de novillos, ese arte esotérico importado del
Oeste.
Era su única gratificación. Aparte de eso, se dedicaba
por completo a las actividades del Partido.
El vendedor se estiró y eligió un paquetito de papel
gris. —Sesenta dólares de intercambio —declaró—. Con garantía total. Si no
cumple con los efectos prometidos, devuelves la porción sobrante y se te
reintegra todo el dinero, sin rencor. —¿Y cuáles son los efectos prometidos?
—dijo Chien, sarcástico. —Descansa los ojos fatigados por soportar los absurdos
monólogos oficiales —dijo el vendedor—. Es un preparado tranquilizante. Tómalo
cuando te encuentres expuesto a los secos y extensos sermones de costumbre que…
Chien le dio el dinero, aceptó el paquete, y siguió su
camino. «La ordenanza que ha establecido a los veteranos de guerra como clase
privilegiada es una mafia —pensó—. Hacen presa en nosotros, los más jóvenes,
como aves de rapiña.»
El paquetito gris quedó olvidado en el bolsillo de su
chaqueta mientras entraba al imponente edificio de posguerra del Ministerio de
Artefactos Culturales, y a su propia oficina, bastante majestuosa, para
comenzar su día de trabajo.
En la oficina lo esperaba un caucásico adulto,
corpulento, vestido con un traje de seda Hong Kong marrón, cruzado, con
chaleco. Junto al desconocido caucásico estaba su propio superior inmediato,
Ssu-Ma Tso-pin. Tso-pin hizo las presentaciones en cantonés, un dialecto que
dominaba bastante mal.
—Señor Tung Chien, le presento al señor Darius Pethel. El
señor Pethel será el director de un nuevo establecimiento ideológico y cultural
que se va a inaugurar en San Francisco, California. El señor Pethel ha dedicado
una vida rica y plena al apoyo de la lucha del pueblo por destronar a los
países del bloque imperialista mediante la utilización de instrumentos
pedagógicos. De ahí su alta posición. Se estrecharon la mano. —¿Té? —le
preguntó Chien. Apretó el botón del hibachi infrarrojo y en un instante el agua
comenzó a burbujear en el adornado recipiente de carámica de origen japonés.
Cuando se sentó ante su escritorio, vio que la fiel señorita Hsi había
preparado la hoja de información (confidencial) sobre el camarada Pethel. Le
dio un vistazo mientras simulaba efectuar un trabajo de rutina.
—El Benefactor Absoluto del Pueblo se ha entrevistado
personalmente con el señor Pethel, y confía en él —dijo Tso-pin—. Eso es algo
fuera de lo común. La escuela de San Francisco aparentará enseñar las
filosofías taoístas comunes pero, desde luego, en realidad mantendrá abierto
para nosotros un canal de comunicación con el sector joven intelectual y
liberal de los Estados Unidos occidentales. Aún hay muchos vivos, desde San
Diego a Sacramento; calculamos que unos diez mil. La escuela aceptará dos mil.
El enrolamiento será obligatorio para los que seleccionemos. Usted estará
relacionado en forma importante con los programas del señor Pethel. Ejem, el
agua del té está hirviendo. —Gracias —murmuró Chien, dejando caer la bolsita de
té Lipton en el agua. Tso-pin prosiguió: —Aunque el señor Pethel supervisará la
confección de los cursos educativos presentados por la escuela a su cuerpo de
estudiantes, todos los exámenes escritos serán enviados a su oficina para que
usted efectúe un estudio experto, cuidadoso, ideológico de ellos. En otras
palabras, señor Chien, determinará cuál de los dos mil estudiantes es
confiable, quiénes responden realmente a la programación y quiénes no. —Ahora
serviré el té —dijo Chien, haciéndolo ceremoniosamente. —Hay algo de lo que
debemos darnos cuenta —dijo Pethel en un cantonés retumbante aún peor que el de
Tso-pin—. Una vez perdida la guerra contra nosotros, la juventud norteamericana
ha desarrollado una aptitud notable para disimular.
Dijo la última palabra en inglés. Como no la entendía,
Chien se volvió interrogante hacia su superior. —Mentir —explicó Tso-pin.
—Pronunciar las consignas correctas en lo superficial, pero creerlas falsas
interiormente —dijo Pethel. —Los exámenes escritos de este grupo se parecerán
mucho a los de los auténticos…
—¿Quiere decir que los exámenes escritos de dos mil
estudiantes pasarán por mi oficina? —preguntó Chien. No podía creerlo—. Eso es
un trabajo absorbente; no tengo tiempo para nada que se parezca. —Estaba espantado—.
Dar aprobación o negativa crítica oficial a un grupo astuto como el que usted
prevé… —gesticuló—. Me cago en… — inició en inglés.
Parpadeando ante el brutal insulto occidental, Tso-pin
dijo: —Usted tiene un equipo. Además, puede incorporar otros ayudantes. El
presupuesto del Ministerio, aumentado este año, lo permitirá. Y recuerde: el
mismo Benefactor Absoluto del Pueblo eligió al señor Pethel.
Ahora su tono era ominoso, aunque sólo sutilmente. Lo
necesario para penetrar en la histeria de Chien y debilitarla hasta que se
transformara en sumisión. Al menos momentánea. Para subrayar su afirmación,
Tso-pin caminó hasta el fondo de la oficina; se detuvo ante el tridi-retrato
tamaño natural del Benefactor Absoluto. Luego puso en funcionamiento el pasacinta
montado tras el retrato. El rostro del Benefactor Absoluto se movió y brotó de
él una homilía familiar, modulada en acentos más que familiares. —Luchen por la
paz, hijos míos —entonó con suavidad, con firmeza. —Ajá —dijo Chien, aún
perturbado, pero ocultándolo. Era posible que una de las computadoras del
Ministerio pudiese clasificar los exámenes escritos; podía emplearse una
estructura de sí-no-quizá, junto a un preanálisis del esquema de corrección (o
incorrección) ideológica. El asunto podía transformarse en rutina.
Probablemente.
—He traído cierto material y me gustaría que usted lo
analice, señor Chien —dijo Darius Pethel. Corrió el cierre de un desagradable y
anticuado portafolio de plástico—. Dos ensayos de examen —dijo mientras le
pasaba los documentos a Chien—. Esto nos permitirá saber si usted está
capacitado para el trabajo. —Se volvió hacia Tso-pin. Sus miradas se
encontraron—. Tengo entendido que si usted tiene éxito en la empresa será
nombrado viceconsejero del Ministerio, y su Excelencia el Benefactor Absoluto
del Pueblo le otorgará personalmente la medalla Kisterigian.
Pethel y Tso-pin le brindaron una sonrisa de cauteloso
acuerdo. —La medalla Kisterigian —repitió Chien como un eco. Aceptó los
exámenes escritos, les dio un vistazo mostrando una tranquila indiferencia.
Pero en su interior el corazón vibraba con tensión mal disimulada—. ¿Por qué
estos dos? Quiero decir: ¿qué tengo que buscar en ellos, señor?
—Uno es obra de un progresista dedicado, un miembro leal
del partido, cuyas convicciones han sido investigadas a fondo —dijo Pethel—. El
otro es un joven stilyagi de quien se sospecha que sostiene degeneradas
criptoideas imperialistas de pequeño burgués. Le corresponde decidir, señor, a
quién pertenece cada trabajo. Leyó el título del primer ensayo: DOCTRINAS DEL
BENEFACTOR ABSOLUTO ANTICIPADAS EN LA POESÍA DE BAHA AD-DIN ZUHAYR. DEL SIGLO
TRECE. ARABIA.
Al hojear las primeras páginas, Chien vio una estrofa que
le era familiar; se llamaba Muerte y la había conocido durante la mayor parte
de su vida adulta, educada. Fallará una vez, fallará dos veces, sólo elige una
entre muchas horas; para él no hay profundidad ni altura, es todo una llanura
en donde busca flores. —Poderoso —dijo Chien—. Este poema. —El autor utiliza el
poema para referirse a la sabiduría ancestral desplegada por el Benefactor
Absoluto en nuestras vidas cotidianas, de modo que ningún individuo esté seguro
—dijo Pethel al notar que los labios de Chien se movían releyendo la estrofa—.
Todo somos mortales, y sólo la causa suprapersonal, históricamente esencial,
sobrevive. Y así debe ser. ¿Estaría usted de acuerdo con él? ¿Con este
estudiante, quiero decir? O… —Pethel hizo una pausa— ¿Quizás esté, en realidad,
satirizando las proclamas de nuestro Benefactor Absoluto? Precavido, Chien
dijo: —Permítame examinar el otro texto. —No necesita más información. Decida.
Vacilante, Chien dijo: —Yo… nunca había pensado en este poema de ese modo. —Se
sentía irritado—. De todos modos, no es de Baha ad-Din Zuhayl forma parte de la
recopilación las Mil y una noches. Sin embargo, es del siglo trece; lo admito.
Leyó con rapidez el texto que acompañaba al poema.
Parecía ser un párrafo rutinario, poco inspirado, de clisés partidistas que él
sabía de memoria. El ciego monstruo imperialista que segaba y absorbía
(metáfora mixta) la aspiración humana, los cálculos del grupo anti-Partido aún
en existencia en los Estados Unidos del Este… Se sentía sordamente aburrido, y
tan poco inspirado como el estudiante del examen. Debemos perseverar, declaraba
el texto. Eliminar los restos del Pentágono en las montañas Catskills, dominar
a Tennessee y sobre todo el bolsón de reaccionarios empecinados de las colinas
rojas de Oklahoma. Suspiró.
—Creo que debemos permitir que el señor Chien pueda
considerar este difícil material cómodamente —dijo Tso-pin. Luego se dirigió a
Chien—: Tiene permiso para llevarlo a su departamento, esta noche, y juzgarlos
en sus horas libres.
Efectuó una reverencia entre burlona y solícita. Fuera o
no un insulto, había librado a Chien del anzuelo, y Chien se lo agradecía.
—Son ustedes muy bondadosos al permitirme cumplir con
esta nueva y estimulante labor en mis horas libres. De estar vivo, Mikoyan los
aprobaría —murmuró.
«Bastardos —se dijo, incluyendo en el insulto tanto a su
superior como al caucásico Pethel—. Arrojándome un clavo ardiente como éste, y
en mis horas libres. Es obvio que el PC de Estados Unidos tiene problemas. Sus
academias de adoctrinamiento no cumplen su trabajo con la excéntrica y muy
terca juventud yanqui. Y se han ido pasando este clavo ardiente de uno a otro
hasta que llegó a mí.» «Gracias por nada —pensó con amargura.» Aquella noche,
en su departamento pequeño pero bien equipado, leyó el otro examen, escrito
esta vez por una tal Marion Culper, y descubrió que también tenía que ver con
la poesía. Era obvio que se trataba de un curso de poesía. Siempre le había
resultado desagradable la utilización de la poesía (o de cualquier arte) con
propósitos sociales. De todos modos, sentado en su cómodo sillón especial
enderezador de columna, imitación de cuero, encendió un enorme cigarro corona
Cuesta Rey Número Uno del Mercado Inglés y empezó a leer.
La autora del ensayo, la señorita Culper, había elegido
como texto las líneas finales de la famosa Canción para el día de Santa
Cecilia, de un poema de John Dryden, poeta inglés del siglo XVII:
… Así, cuando la última y temible hora esta gastada
procesión devore, la trompeta se oirá en lo alto, los muertos vivirán, los
vivos morirán, y la Música destemplará el cielo. Bueno, esto es increíble,
pensó Chien, cáusticamente. ¡Se supone que debemos creer que Dryden anticipó la
caída del capitalismo? ¿Eso quiso decir al escribir «gastada procesión»?
Se inclinó para tomar el cigarro y descubrió que se había
apagado. Tanteó en los bolsillos buscando su encendedor japonés, se detuvo…
¡Tuuiiii! se oyó por el televisor al otro lado de la sala
de estar. —Ajá —dijo Chien—. El Líder va a hablarnos. El Benefactor Absoluto
del Pueblo. Lo hará desde Pekín, donde ha vivido durante los últimos noventa
años. ¿O cien? O, como a veces nos gusta pensar en él, el Asno…
—Que los diez mil capullos de la abyecta pobreza
autoasumida florezcan en vuestro jardín espiritual —dijo el locutor del canal
televisivo.
Chien se detuvo con un gruñido y ejecutó la reverencia de
respuesta obligatoria. Cada televisor estaba equipado con mecanismos de control
que informaban a la Polseg, la Policía de Seguridad, si el propietario estaba
haciendo la reverencia y/o mirando.
Un rostro claramente definido se manifestó en la
pantalla: los rasgos amplios, lisos, saludables del líder del PC oriental, de
ciento veinte años de edad, gobernante desde muchos…, demasiados años. Chien le
sacó la lengua mentalmente y volvió a sentarse en el sillón de imitación de
cuero, ahora frente al televisor.
—Mis pensamientos están concentrados en ustedes, hijos míos
—dijo el Benefactor Absoluto con sus tonos ricos y lentos—. Y sobre todo en el
señor Tung Chien, de Hanoi, que tiene una difícil tarea por delante, una tarea
que enriquece al pueblo del Oriente Democrático, además de la Costa Oeste
Americana. Debemos pensar todos juntos en este hombre noble y dedicado, y en el
trabajo que enfrenta, y yo mismo he decidido emplear algunos momentos de mi
tiempo para honrarlo y alentarlo. ¿Me está oyendo, señor Chien?
—Sí, Su Excelencia —dijo Chien, y consideró las posibilidades
de que el Líder del Partido lo hubiera elegido a él en esta noche en especial.
Las posibilidades eran tan escasas que experimentó un
cinismo anormal en un camarada. Le sonaba poco convincente. Lo más probable era
que la transmisión se emitiera sólo a su edificio de departamentos… o al menos
sólo a aquella ciudad. También podría ser un trabajo de sincronización labial
hecho en la TV de Hanoi. Incorporado. Sea como fuere, se le exigía que
escuchara y mirara… y absorbiera. Lo hizo, gracias a toda una vida de práctica.
Exteriormente parecía prestar una atención inflexible. En su fuero interno aún
cavilaba sobre los dos exámenes escritos, preguntándose cuál era el correcto:
¿dónde terminaba el devoto entusiasmo por el Partido y
comenzaba la sátira sardónica? Era difícil determinarlo…, lo cual explicaba,
desde luego, por qué habían descargado la labor en su regazo.
Volvió a tantear los bolsillos en busca del encendedor… y
encontró el sobrecito gris que le había vendido el mercachifle veterano de
guerra. Recordó lo que le había costado. Dinero tirado, pensó. ¿Y qué era lo
que hacía este remedio? Nada. Dio vuelta al envoltorio y vio, en la parte de
atrás, un texto en letras muy pequeñas. Comenzó a desdoblar el paquete con
cuidado. Las palabras lo habían atrapado… para eso estaban preparadas, por
supuesto.
¿Fracasando como miembro del Partido y ser humano?
¿Temeroso de volverse obsoleto y ser arrojado al montón de cenizas de la
historia?
Paseó la vista con rapidez sobre el texto, ignorando sus
afirmaciones, buscando datos para saber qué había comprado.
Entretanto, la voz del Benefactor Absoluto seguía
zumbando. Rapé. El paquetito contenía rapé. Innumerables granitos negros, como
pólvora, de los que subía un atrayente aroma que le cosquilleó la nariz.
Descubrió que el nombre de esa mezcla en particular era Princess Special. Y era
muy agradable. En una época había tomado rapé (durante un tiempo, fumar tabaco
había estado prohibido por razones sanitarias) en sus días de estudiante en la
Universidad de Pekín; estaba de moda, sobre todo las mezclas afrodisíacas
preparadas en Chungking. ¿Sería ésta como aquéllas? Al rapé se le podía agregar
casi cualquier sustancia aromática, desde esencia de naranja hasta excremento
de bebé pulverizado… o al menos eso parecían algunas, sobre todo una mezcla
inglesa llamada High Dry Toast que por sí sola habría bastado para poner punto
final a su costumbre de inhalar tabaco.
En la pantalla televisiva el Benefactor Absoluto seguía
retumbando monótono, mientras Chien aspiraba el polvo con cautela y leía el
prospecto: curaba todo, desde llegar tarde al trabajo hasta enamorarse de
mujeres con pasado político dudoso. Interesante. Pero típico de los prospectos…
Sonó el timbre. Se levantó y caminó hasta la puerta, sabiendo perfectamente lo
que iba a encontrar. Como no podía ser de otra manera, allí estaba Mou Kuei, el
guardia del edificio, pequeño y torvo y dispuesto a cumplir con su deber; se
había colocado la faja en el brazo y el casco metálico, para mostrar que estaba
de servicio.
—Señor Chien, camarada trabajador del Partido. He
recibido una llamada de la autoridad televisiva. Usted no está mirando su
pantalla y en vez de eso juguetea con un paquete de contenido dudoso. —Extrajo
un anotador y un bolígrafo—. Dos marcas rojas, y se le ordena en forma sumaria
que a partir de ese momento descanse en una posición cómoda y sin tensiones
ante su pantalla, y brinde al Líder su excelsa atención. Esta noche sus
palabras se dirigen a usted en especial, señor. A usted. —Lo dudo —se oyó decir
Chien. Parpadeando, Kuei dijo: —¿Qué quiere usted decir? —El Líder gobierna
ocho mil millones de camaradas. No va a elegirme a mí. Se sentía furioso; la
exactitud del reproche del guardia lo fastidiaba. Kuei dijo: —Lo oí claramente
con mis propios oídos. Usted fue mencionado. Acercándose al televisor, Chien
aumentó el volumen. —¡Pero ahora está hablando sobre el fracaso de las cosechas
en la India Popular! Eso no tiene importancia para mí.
—Todo lo que el Líder expone es importante. —Mou Kuei
garabateó una marca en la hoja de su anotador, se inclinó ceremoniosamente y se
giró—. La orden de venir aquí para que usted enfrentara su negligencia procedía
del Departamento Central. Es obvio que consideran importante su atención; debo
ordenarle que ponga en marcha el circuito de grabación automática y vuelva a
pasar las partes anteriores del discurso del Líder. Chien hizo un sonido
obsceno con la lengua. Y cerró la puerta. Caminó hasta el televisor, empezó a
apagarlo; una luz roja parpadeó de inmediato, informándole que no tenía permiso
para hacerlo: en realidad, no podía terminar con la perorata y la imagen, ni
siquiera desenchufándolo. «Los discursos obligatorios nos van a matar —pensó—.
Nos van a enterrar a todos; si pudiera librarme del ruido de los discursos,
librarme del alboroto del Partido cuando ladra para azuzar a la humanidad… »
Sin embargo, no había ordenanza conocida que le impidiera tomar rapé mientras
contemplara al Líder. Así que abrió el paquetito gris y derramó una porción de
gránulos negros sobre el dorso de su mano izquierda. Luego alzó la mano con
gesto profesional hasta su nariz e inhaló profundamente, haciendo que el polvo
le penetrase bien en las fosas nasales. Pensó en la antigua superstición. Que
las fosas nasales están conectadas con el cerebro, y en consecuencia la
inhalación de rapé afectaba en forma directa la corteza cerebral. Sonrió, otra
vez sentado, con la vista fija en la pantalla y en el individuo gesticulante
tan conocido por todos.
El rostro se fue achicando, desapareció. El sonido cesó.
Estaba ante un vacío, una superficie lisa. La pantalla, frente a él, era blanca
y pálida, y en el altavoz sonaba un débil zumbido.
Inhaló golosamente el polvo que quedaba sobre la mano,
haciéndolo subir con avidez hacia la nariz, hacia las fosas nasales y —o al
menos así lo sentía— hacia el cerebro; se hundió en el rapé, absorbiéndolo con
júbilo.
La pantalla permaneció vacía y luego, en forma gradual,
una imagen fue tomando forma. No era el Líder. No era el Benefactor Absoluto
del Pueblo; a decir verdad, no era nada que se pareciera a una figura humana.
Ante él había un muerto aparato metálico, construido con
circuitos impresos, seudópodos giratorios, lentes y una caja chirriante. Y la
caja empezó a arengarlo con un clamor zumbante y monótono.
Sin poder apartar los ojos de la imagen pensó: «¿Qué es
esto?, ¿La realidad? Una alucinación —decidió—. El vendedor ambulante ha
hallado alguna de las drogas psicodélicas utilizadas durante la Guerra de
Liberación… ¡La está vendiendo y yo tomé un poco, tomé una porción completa!»
Caminó dificultosamente hasta el videófono y marcó el
número de la seccional Polseg más cercana al edificio. —Quiero informar sobre
un traficante de drogas alucinógenas —dijo en el receptor. —¿Podría decirme su
nombre, señor, y la ubicación de su departamento? Era un burócrata oficial
eficiente, enérgico e impersonal. Le dio la información, luego volvió
tambaleando a su sillón a imitación de cuero, para presenciar una vez más la
aparición sobre la pantalla televisiva. «Esto es mortal —se dijo—. Debe de ser
un producto desarrollado en Washington D. C., o en Londres: más fuerte y más
extraño que el LSD-25 que vertieron con tanta eficacia en nuestros depósitos de
agua. Y yo creía que iba a aliviarme de la carga de los discursos del Líder…
esto es mucho peor, esta monstruosidad electrónica, de plástico y acero,
farfullando, contorsionándose, parloteando: es algo terrorífico.» «Tener que
enfrentarme a esto por el resto de mis días…» El equipo de dos hombres de la
Polseg llegó en diez minutos. Y para entonces la imagen familiar del Líder
había vuelto a entrar en foco en una serie de pasos sucesivos, reemplazando la
horrible construcción artificial que agitaba sus tentáculos y chirriaba sin
fin. Temblando, Chien hizo entrar a los dos agentes y los condujo hasta la mesa
donde había dejado el paquete con el resto de rapé.
—Toxina psicodélica —dijo con voz apagada—. Efectos de
corta duración. La corriente sanguínea la absorbe en forma directa, a través de
los capilares nasales. Les daré detalles acerca de cómo la conseguí, quién me
la vendió, y demás.
Aspiró con fuerza, tembloroso; la presencia de la policía
era reconfortante. Con los bolígrafos listos, los dos oficiales esperaban. Y
durante todo ese tiempo sonaba como fondo el discurso interminable del Líder.
Como había ocurrido mil veces antes en la vida de Tung Chien. «Pero nunca
volverá a ser igual —pensó—, al menos para mí. No después de inhalar ese rapé
casi tóxico.» «¿Eso es lo que ellos pretendían?», se preguntó. Le pareció
extraño pensar en ellos. Curioso… pero de algún modo correcto. Vaciló un
instante, sin dar a la policía los detalles necesarios para encontrar al
hombre. Un vendedor ambulante, empezó a decir. No sé dónde; no puedo recordar.
Pero recordaba la intersección exacta de las calles. Así
que, con una resistencia inexplicable se lo dijo.
—Gracias, camarada Chien. —El agente de mayor graduación
tomó con cuidado lo que quedaba de rapé (quedaba la mayor parte) y lo colocó en
el bolsillo de su uniforme severo, elegante—. Le informaremos de inmediato en
caso de que tenga que tomar medidas médicas. Algunas de las antiguas sustancias
psicodélicas de la guerra eran fatales, como sin duda usted habrá leído. —He
leído —asintió.
Justamente en eso había estado pensando. —Buena suerte y
gracias por avisarnos —dijeron los dos agentes, y partieron. El informe del
laboratorio llegó con rapidez sorprendente, teniendo en cuenta la burocracia
estatal. Se lo pasaron por el videófono antes de que el Líder hubiese terminado
su discurso televisivo. —No es un alucinógeno —le informó el técnico del
laboratorio Polseg. —¿No? —dijo perplejo y, extrañamente, sin sentir alivio en
ningún aspecto. —Todo lo contrario. Es una fenotiacina, que como usted sin duda
sabe es antialucinógena. Una fuerte dosis por cada gramo de mezcla, pero
inofensiva. Puede bajarle la presión arterial o darle sueño. Es probable que la
hayan robado de algún escondite de provisiones médicas de la guerra abandonado
durante la retirada. Yo en su caso no me preocuparía.
Chien colgó el videófono lentamente, abstraído. Y luego
caminó hasta la ventana del departamento, la ventana que daba sobre la
espléndida vista de otros edificios horizontales de Hanoi.
Sonó el timbre. Cruzó la sala alfombrada para contestar,
como en un trance. La muchacha que estaba allí de pie, vestida con un
impermeable y un pañuelo atado sobre su cabello oscuro, brillante y muy largo,
dijo con una tímida vocecita: —Eh… ¿Camarada Chien? ¿Tung Chien? Del Ministerio
de… —Han estado controlando mi videófono —le dijo; era un disparo al azar, pero
una certeza muda le indicaba que era cierto.
—¿Ellos… se llevaron lo que quedaba de rapé? —Miró a su
alrededor—. Oh, espero que no; es tan difícil conseguirlo en estos días.
—El rapé es fácil de conseguir —dijo él—. La fenotiacina,
no. ¿Es eso lo que quiere usted decir?
La muchacha alzó la cabeza y lo estudió con sus amplios y
oscuros ojos lunares. —Sí, señor Chien… —Vaciló, con una indecisión tan obvia
como la seguridad de los agentes de la Polseg—. Cuénteme lo que vio; para
nosotros es muy importante estar seguros. —¿Acaso puedo elegir? —dijo él,
irónico. —S… sí, ya lo creo. Eso es lo que nos confundió; eso es lo que se
salió de los planes. No comprendemos; no se adapta a ninguna teoría. —Sus ojos
se hicieron aún más oscuros y profundos—: ¿Tomó la forma del horror acuático?
¿O de la cosa con fango y dientes, la forma de vida extraterrestre? Por favor,
dígamelo; necesitamos saberlo.
Su respiración era irregular, forzada, el impermeable
subía y bajaba; Chien se descubrió contemplando el ritmo con que lo hacía. —Una
máquina —dijo. —¡Oh! —ella sacudió la cabeza, asintiendo con vigor—. Sí,
entiendo; un organismo mecánico que no se parece en nada a un hombre. No es un
simulacro, algo construido para parecerse a un hombre.
—Este no parecía un hombre —dijo Tung Chien, y agregó
para sí: «y no podía, no pretendía hablar como un hombre». —Usted comprende que
no era una alucinación. —Oficialmente me informaron que lo que tomé era
fenotiacina. Eso es todo lo que sé. Decía lo mínimo posible, no quería hablar
ni oír. Oír lo que la muchacha pudiera decirle.
—Bien, señor Chien… —lanzó un suspiro hondo, inseguro—.
Si no era una alucinación, entonces ¿qué era? ¿Qué es lo que nos queda? Lo que
llamamos «super-conciencia»,
¿puede ser esto?
Él no contestó; dándole la espalda, tomó con lentitud los
dos exámenes escritos, los hojeó, ignorándola. Esperando la próxima tentativa
de la muchacha.
Apareció por sobre su hombro, exhalando un aroma a lluvia
primaveral, a dulzura y agitación; su olor era hermoso, y su aspecto, y su modo
de hablar. «Tan distinto de los ásperos discursos esquemáticos que oímos en la
televisión y que he oído desde que nací.»
—Algunos de los que toman la estelacina, y lo que usted
tomó era estelacina, ven una aparición, algunos, otra. Pero han surgido
distintas categorías; no hay una variedad infinita. Unos ven lo que usted vio,
que llamamos el Chirriante. Otros ven el horror acuático, el Tragón. Y luego
están el Pájaro, y el Tubo Trepador, y… —se interrumpió—. Pero otras reacciones
nos dicen muy poco. —Vaciló, luego siguió adelante—. Ahora que le ha ocurrido
esto, señor Chien, nos gustaría que se uniera a nuestra agrupación y que se
unan a su grupo particular los que ven lo que usted ve. El Grupo Rojo. Queremos
saber qué es eso realmente… —Hizo un gesto con sus dedos delgados, suaves como
la cera—. No puede ser todas esas manifestaciones a la vez.
Su tono era conmovedor, ingenuo. Chien sintió que su
tensión se relajaba… un poco. —¿Qué ve usted? —dijo—. Usted en particular. —Formo
parte del Grupo Amarillo. Veo… una tormenta. Un remolino quejumbroso, maligno.
Que lo arranca todo de raíz, tritura edificios horizontales construidos para
durar un siglo. —Sobre su rostro apareció una sonrisa melancólica—. El
Triturador. Son doce grupos en total, señor Chien. Doce experiencias
absolutamente distintas, todas provocadas por las mismas fenotiacinas, todas
del Líder cuando habla por televisión. Cuando eso habla, mejor dicho.
Sonrió hacia él, con sus largas pestañas (probablemente
artificiales) y su mirada atractiva e incluso confiada. Como si creyera que él
sabía algo o podía hacer algo. —Como ciudadano debería hacerla arrestar —dijo
un momento después. —No hay leyes acerca de esto. Estudiamos los escritos
jurídicos soviéticos antes de… encontrar gente que distribuyera la estelacina.
No tenemos mucha; debemos elegir cuidadosamente a quién se la damos. Nos
pareció que usted era alguien adecuado…, un joven profesional de posguerra en
ascenso, muy conocido, dedicado a su trabajo. —Tomó los exámenes escritos que
él tenía en la mano—. ¿Le ordenaron hacer Lectu-pol? — preguntó. —¿Lectu-pol?
No conocía el término. —Analizar algo dicho o escrito
para ver si se adecua a la visión del mundo actual del Partido. En su nivel
jerárquico lo llaman sencillamente «leer», ¿verdad? —Volvió a sonreír—. Cuando
suba un escalón más, y esté junto al señor Tso-pin, conocerá esa expresión
—agregó sombría—: Y al señor Pethel. Él ha llegado muy alto. No hay escuela
ideológica en San Francisco; estos son exámenes fraguados, concebidos para que
puedan reflejar un análisis cabal de su ideología política, señor Chien. ¿Y fue
capaz de distinguir cuál texto es ortodoxo y cuál herético? —Su voz era como la
de un duende. Se burlaba de él con divertida malicia—. Elija el equivocado y su
carrera en flor morirá, se detendrá en seco. Elija el correcto… —¿Usted sabe
cuál es el correcto? —preguntó Chien. —Sí —asintió ella con sobriedad—. Tenemos
micrófonos ocultos en las oficinas internas del señor Tso-pin; controlamos su
conversación con el señor Pethel… que no es el señor Pethel sino el Inspector
Mayor de la Polseg, Judd Craine. Posiblemente haya oído hablar de él; actuó
como asistente en jefe del juez Vorlawsky en los tribunales para crímenes de
guerra de Zurich, en el noventa y ocho. —Ya… veo —dijo con dificultad.
Bueno, aquello lo explicaba todo. —Me llamo Tanya Lee
—dijo la muchacha. Chien no dijo nada; sólo asintió, demasiado aturdido como
para hacer funcionar su cerebro.
—Técnicamente soy un empleado sin importancia en su Ministerio
—dijo la señorita Lee —Nunca nos hemos encontrado, al menos que yo recuerde.
Tratamos de obtener puestos en todos los lugares que podamos. Los más altos
posible. Mi propio jefe…
—¿Le parece correcto que me lo cuente? —señaló el
televisor, que seguía encendido—. ¿No lo estarán registrando?
—Instalamos un factor de interferencia en la recepción
visual y auditiva de este edificio —dijo Tanya Lee—. Les llevará casi una hora
localizarlo. Así que tenemos… —se fijó en el reloj de pulsera de su delgada muñeca
—quince minutos más. Y aún estaremos seguros. —Dígame cuál de los escritos es
el ortodoxo. —¿Eso es lo que le importa? ¿Realmente? —¿Y qué es lo que debería
importarme? —dijo él. —¿No entiende, señor Chien? Usted ha aprendido algo. El
Líder no es el Líder; es otra cosa, pero no podemos saber qué. Aún no. Señor
Chien, con el debido respeto, ¿alguna vez hizo analizar su agua corriente? Sé
que suena paranoico, ¿pero lo hizo? —No —dijo Chien—. Por supuesto que no
—sabiendo lo que iba a decir la muchacha. La señorita Lee dijo con rapidez:
—Nuestros análisis demuestran que está saturada de alucinógenos. Lo está, lo
estuvo y lo seguirá estando. No del tipo utilizado durante la guerra; no son
los desorientadores, sino un derivado sintético, casi un alcaloide, llamado
Datrox—3. Usted lo bebe en el edificio desde que se levanta; lo bebe en los
restaurantes y en los departamentos que visita. Lo bebe en el Ministerio; llega
por las cañerías desde una sola fuente central. —Su tono era frío y feroz—.
Resolvimos el problema; apenas efectuamos el descubrimiento supimos que
cualquier fenotiacina podía contrarrestarlo. Lo que no sabíamos, por supuesto,
era esto: una variedad de experiencias auténticas; desde un punto de vista
racional, eso no tiene sentido. Lo que debería cambiar de una persona a otra es
la alucinación, y la experiencia de lo real debería ser omnipresente: está dado
al revés. Ni siquiera hemos logrado elaborar una teoría adecuada que pueda
explicarlo, y Dios sabe que lo hemos intentado. Doce alucinaciones que se
excluyen entre sí: eso sería fácil de comprender. Pero no una alucinación y
doce realidades. —Dejó de hablar y observó los dos exámenes escritos—. El del
poema árabe es el ortodoxo —afirmó—. Si les dice eso confiarán en usted y le
otorgarán un cargo más alto. Será un paso adelante en la jerarquía de la
oficialidad del Partido. —Sus dientes eran perfectos y adorables. Sonriendo,
terminó—: Su carrera está asegurada por un tiempo. Y gracias a nosotros. —No le
creo —dijo Chien. Instintivamente, la cautela actuaba en su interior, la
cautela de toda una vida vivida entre los duros hombres de la rama Hanoi del PC
Oriental. Conocían una infinidad de métodos para dejar a un rival fuera de
combate: había empleado algunos él mismo. Había visto otros utilizados contra
él o contra los demás. Este podía ser un nuevo método, uno que no le resultaba
familiar. Siempre era posible.
—En el discurso de esta noche, el Líder se dirigió a
usted en especial —dijo la señorita Lee—. ¿No le sonó extraño? ¿Usted entre
todos? Un funcionario menor de un pobre Ministerio. —Lo admito —dijo—. Me dio
esa impresión, sí. —Era auténtico. Su Excelencia está preparando una elite de
hombres jóvenes, de posguerra; espera que infunda nueva vida a la jerarquía
fanática y moribunda de vejestorios y mercenarios del Partido. Su Excelencia lo
eligió a usted por la misma razón que nosotros: si prosigue su carrera en forma
correcta, ésta lo llevará a la cúspide. Al menos por un tiempo…, por lo que
sabemos. Esas son las perspectivas.
»Así que prácticamente todos confían en mí —pensó Chien—.
Salvo yo mismo; y mucho menos después de la experiencia con el rapé
antialucinógeno. Eso había sacudido años de confianza. Sin embargo, empezaba a
recuperar la serenidad; al principio lentamente, luego de golpe.
Fue hasta el videófono, alzó el receptor y comenzó a
marcar el número de la Policía de Seguridad de Hanoi, por segunda vez en esa
noche.
—Entregarme sería la segunda decisión regresiva que usted
puede hacer —dijo la señorita Lee—. Les diré que me trajo aquí para sobornarme;
usted pensaba que por mi posición en el Ministerio yo sabría qué examen escrito
elegir. —¿Y cuál fue mi primera decisión regresiva? —preguntó él. —No tomar una
dosis mayor de fenotiacina —dijo llanamente la señorita Lee. Mientras colgaba el
videófono, Chien pensó: «No entiendo lo que me está pasando. Hay dos fuerzas:
por un lado el Partido y Su Excelencia… por el otro esta muchacha con su
supuesto grupo. Uno quiere hacerme ascender lo más posible dentro de la
jerarquía del partido; el otro…» ¿Qué quería Tanya Lee? Por debajo de las
palabras, dentro de una membrana de desdén casi trivial por el Partido, el
Líder, los esquemas éticos del Frente Democrático Unido del pueblo: ¿qué
pretendía ella respecto a él? —¿Es usted anti-Partido? —preguntó con
curiosidad. —No. —Pero… —hizo un gesto—. Eso es todo lo que existe: Partido y
anti-Partido. Usted debe de ser del Partido, entonces. —La miró a los ojos,
perplejo; ella le sostuvo la mirada con serenidad—. Ustedes tienen una
organización y se reúnen. ¿Qué pretenden destruir?
¿El funcionamiento normal del gobierno? Son como los
estudiantes desleales de los Estados Unidos durante la Guerra de Vietnam,
cuando detenían a los trenes de tropas, hacían demostraciones…
—No era así —dijo la señorita Lee con tono cansado—. Pero
olvídelo; ese no es el tema. Lo que queremos saber es esto: ¿quién qué nos está
dirigiendo? Debemos avanzar lo suficiente como para enrolar a alguien, un joven
técnico en ascenso del Partido, que pueda llegar a ser invitado a una
entrevista personal con el Líder, ¿comprende? —Su voz se hizo apremiante;
consultó el reloj, era obvio que estaba ansiosa por partir: casi habían pasado
los quince minutos—. En realidad, hay muy pocas personas que ven al Líder.
Quiero decir verlo verdaderamente. —Está recluido —dijo él—. Por su avanzada
edad. —Tenemos esperanzas de que si usted pasa la prueba fraguada que le han
preparado, y con mi ayuda lo hará, será invitado a una de las reuniones que el
Líder convoca de vez en cuando, de las que por supuesto no informan los
periódicos. ¿Entiende ahora? —Su voz se hizo aguda, en un frenesí de
desesperación—. Entonces sabríamos. Si usted puede entrar bajo la influencia de
la droga antialucinógena, podrá enfrentar cara a cara lo que él es realmente…
Pensando en voz alta, Chien dijo: —Y terminar con mi
carrera como servidor público. Y quizá también con mi vida. —Usted nos debe
algo —estalló Tanya Lee, con las mejillas blancas—. Si yo no le hubiera dicho
qué texto escoger habría elegido el equivocado y su carrera de servidor público
habría terminado de cualquier manera. Habría fallado… ¡fallado en una prueba
que ni siquiera sabía qué se pretendía con ella! —Tenía un cincuenta por ciento
de posibilidades a mi favor —dijo él con suavidad. —No. —La muchacha sacudió la
cabeza con furia—. El texto herético está adulterado con un montón de jerga
partidista; elaboraron los dos escritos deliberadamente para atraparlo.
¡Quieren que usted falle!
Chien examinó otra vez los textos, confundido. ¿Tenía
ella razón? Era posible. Probable. Conociendo como conocía a los funcionarios,
y en particular a Tso-pin, su superior, aquello sonaba convincente. Se sintió
cansado. Derrotado. Luego dijo a la muchacha:
—Lo que están tratando de obtener de mí es un quid pro
quo. Ustedes hicieron algo por mí: consiguieron, o pretenden haber conseguido,
la respuesta para esta consulta del partido. Pero ya cumplieron con su parte.
¿Qué puede impedirme que la eche de aquí de mal modo? No estoy obligado a hacer
absolutamente nada.
Oyó su propia voz, monótona, con la pobreza de énfasis
emocional típica de los círculos del Partido.
La señorita Lee dijo: —Mientras usted siga subiendo en la
escala jerárquica, habrá otras consultas. Y las controlaremos también para
usted en esos casos.
Estaba tranquila, serena; era obvio que había previsto su
reacción. —¿Cuánto tiempo tengo para pensarlo? —Ahora me voy. No tenemos prisa;
usted no va a recibir una invitación a la villa del Río Amarillo del Líder ni
la semana próxima ni el mes próximo. —Mientras se dirigía a la puerta y la
abría, hizo una pausa—. Nos pondremos en contacto con usted a medida que le den
las pruebas de clasificación camufladas; le suministraremos las respuestas: se
encontrará con uno o más de nosotros en esas ocasiones. Lo más probable es que
no sea yo; ese veterano de guerra incapacitado le venderá las hojas con las
respuestas correctas cuando usted salga del edificio del Ministerio. —Le brindó
una sonrisa breve, como una vela que se apaga—. Pero uno de estos días,
seguramente en forma inesperada, recibirá una invitación formal, elegante y
oficial para ir a la villa del Líder, y cuando lo haga irá bien sedado con
estelacina… quizá la última dosis de nuestra ya escasa provisión. Buenas
noches.
La puerta se cerró tras ella: había partido. «Pueden
chantajearme por lo que he hecho —pensó—. Y ni siquiera se molestó en
mencionarlo; visto y considerando en lo que están implicados, no valía la pena
hacerlo. Ya había informado a la patrulla de la Polseg que le habían dado una
droga que resultó ser una fenotiacina. Así que ellos lo saben. Me vigilarán;
estarán alerta. Técnicamente, no he violado ninguna ley, pero… estarán
vigilando… Sin embargo, siempre vigilan, de un modo u otro.»
Se relajó un poco pensando en eso. Con el paso de los
años se había acostumbrado, como todos.
«Veré al Benefactor Absoluto del Pueblo como es —se
dijo—. Cosa que posiblemente nadie haya hecho. ¿Qué será? ¿Cuál de las
subclases de imágenes no alucinatorias? Clases que ni siquiera conozco… una visión
que puede abrumarme por completo. ¿Cómo voy a mantener la calma y el equilibrio
durante esa noche, si es como la forma que vi en la pantalla del televisor? El
Triturador, el Chirriante, el Pájaro, el Tubo Trepador, el Tragón… o algo
peor.»
Se preguntó en qué consistían algunas de las otras
visiones… y luego abandonó ese tipo de especulación; era improductiva. Y
provocaba ansiedad.
A la mañana siguiente, el señor Tso-pin y el señor Darius
Pethel lo encontraron en su oficina, ambos tranquilos pero expectantes. Sin
decir una palabra, les tendió uno de los dos «exámenes escritos». El ortodoxo,
con su breve y angustioso poema árabe.
—Este es obra de un dedicado miembro o candidato a
miembro del Partido —dijo con firmeza—. El otro… —arrojó las hojas restantes
sobre el escritorio—. Basura reaccionaria. —Se sentía furioso—. A pesar de una
superficial…
—Está bien, señor Chien —dijo Pethel, asintiendo—. No
necesitamos explorar todas y cada una de las ramificaciones; su análisis es
correcto. ¿Oyó que anoche el Líder lo mencionó en su discurso televisivo? —Por
supuesto que sí —dijo Chien. —Entonces sin duda habrá deducido que hay algo muy
importante implicado en lo que estamos intentando —dijo Pethel. El Líder está
interesado en usted; eso es evidente. Para ser más precisos, se ha comunicado
conmigo al respecto. —Abrió su atestado portafolios y revolvió en su interior—.
Extravié el maldito asunto. De todos modos… —Miró a Tso-pin, que asintió
levemente—. A Su Excelencia le agradaría verlo en la cena que ofrecerá el
próximo jueves por la noche en la villa del Río Yangtsé. Sobre todo, la señora
Fletcher aprecia… —¿La señora Fletcher? —dijo Chien—. ¿Quién es la señora
Fletcher? Luego de una pausa Tso-pin dijo con voz seca: —La esposa del
Benefactor Absoluto. El verdadero nombre de Su Excelencia, que sin duda usted
no habrá oído nunca, es Thomas Fletcher.
—Es un caucásico —explicó Pethel—. Procede del Partido
Comunista Neozelandés; participó en la difícil lucha por el poder en ese país.
Esta información no es secreta en sentido estricto, pero por otra parte no se
ha divulgado. —Titubeó, jugueteando con cadena de su reloj—. Probablemente sea
mejor que la olvide. Desde luego, apenas se encuentre con él cara a cara lo
advertirá, se dará cuenta de que es un caucásico. Como yo. Como muchos de
nosotros.
—La raza no tiene nada que ver con la lealtad hacia el
Líder y el Partido —señaló Tsopin—. El señor Pethel es un ejemplo.
«Su Excelencia engaña —pensó Chien—. Sobre la pantalla de
televisión no parecía ser occidental.» —En la televisión… —comenzó a decir. —La
imagen es sometida a una complicada serie de retoques habilidosos — interrumpió
Tso-pin—. Por motivos ideológicos. La mayor parte de las personas que ocupan
altos puestos lo saben.
Y clavó en Chien una mirada de dura crítica. «Así que
todos están de acuerdo —pensó Chien—. Lo que vemos todas las noches no es real.
La cuestión es: ¿hasta qué punto es irreal? ¿Parcialmente? ¿O completamente?»
—Estaré preparado —dijo con rigidez. «Ha habido un fallo —pensó—. El grupo que
representa Tanya Lee no esperaba que yo consiguiera entrar tan pronto. ¿Dónde
está el antialucinógeno? ¿Podrán alcanzármelo o no? Es probable que no, con tan
poco tiempo.»
Extrañamente, se sintió aliviado. Iba a presentarse ante
Su Excelencia en una situación que le permitiría verlo como ser humano, verlo
como él (y todos los demás) lo veían en la televisión. Sería una cena
partidista estimulante y alegre, con algunos de los miembros más influyentes
del Partido en Asia. «Creo que podremos pasarlo bien sin las fenotiacinas», se
dijo. Y su sensación de alivio aumentó.
—Por fin la encontré —dijo Pethel de pronto, extrayendo
un sobre blanco del portafolios —Su tarjeta de entrada. Usted viajará en
sino-cohete hasta la villa del Líder el jueves por la mañana; allí el oficial
de protocolo lo instruirá acerca de cómo debe comportarse. Se trata de una cena
de etiqueta, con corbata blanca y frac, pero la atmósfera será cordial. Siempre
hay brindis en abundancia. He asistido a dos reuniones semejantes. —Emitió una
sonrisa chillona—. El señor Tso-pin no ha sido honrado de la misma forma. Pero
como dicen, todo llega para quien sabe esperar. Ben Franklin lo dijo.
—Para el señor Chien la ocasión ha llegado de modo
bastante prematuro —dijo Tsopin. Se encogió de hombros filosóficamente. Pero
nunca solicitaron mi opinión.
—Otra cosa —le dijo Pethel a Chien—. Es posible que
cuando vea a Su Excelencia en persona se sienta desilusionado en ciertos
aspectos. Esté atento para que no se note, si esos son sus sentimientos.
Siempre nos hemos inclinado, y hemos sido educados para eso, a considerarlo
como algo más que un hombre. Pero en la mesa es… un tonto malicioso. En algún
sentido, como nosotros mismos. Por ejemplo, puede dar rienda suelta a un
aspecto moderadamente humano de actividad oral agresiva y pasiva; quizá cuente
una broma fuera de lugar o beba demasiado… Para ser francos, nadie sabe por
anticipado cómo terminarán esas reuniones, pero por lo general duran hasta bien
entrada la mañana del día siguiente. Así que sería sensato que acepte la dosis
de anfetaminas que le ofrecerá el oficial de protocolo. —¿Cómo? —dijo Chien.
Aquello era algo nuevo e interesante. —Para la tensión
nerviosa. Y para equilibrar los efectos de la bebida. Su Excelencia tiene un
poder de resistencia admirable; a menudo sigue en pie y ansioso por continuar
cuando todos los demás han abandonado.
—Un hombre notable —intervino Tso-pin—. Creo que sus…
excesos sólo demuestran que es un compañero magnífico. Y completo; es como el
hombre ideal del Renacimiento: como Lorenzo de Médicis, por ejemplo. —Sí, eso
es lo que uno piensa —confirmó Pethel. Escrutó a Chien con tanta intensidad,
que éste volvió a sentir el temor de la noche pasada. «¿Me están llevando de
trampa en trampa? —se preguntó—. Aquella muchacha;
¿era en realidad un agente de la Polseg, poniéndome a
prueba, buscando en mí una veta desleal, antipartidista?»
Se las arregló para esquivar al vendedor sin piernas de
remedios vegetales al salir del trabajo; volvió al departamento por un camino
totalmente distinto.
Tuvo éxito. Evitó al vendedor ese día, y también al día
siguiente, y así hasta el jueves. El jueves por la mañana, el vendedor
ambulante salió como un bala de abajo de un camión estacionado y le obstruyó el
camino enfrentándolo.
—¿Mi medicina? —preguntó el vendedor—. ¿Le sirvió? Sé que
lo hizo; la fórmula viene de la dinastía Sung… podría asegurar que surtió
efecto. ¿No es así? —Déjeme —dijo Chien. —¿Tendría la bondad de contestarme?
—El tono no era el lloriqueo esperado, clásico de un vendedor callejero
operando en forma marginal; y ese tono llegó con fuerza a Chien; lo oyó alto y
claro… según el dicho proverbial de las tropas títeres imperialistas.
—Sé lo que me dio —dijo Chien—. Y no quiero más. Si
cambio de idea puedo comprarlo en una farmacia. Gracias.
Empezó a caminar, pero el carrito, con su ocupante sin
piernas, lo persiguió. —La señorita Lee estuvo hablando conmigo —dijo el
vendedor en voz alta. —Ajá —dijo Chien, y aumentó en forma automática la marcha
distinguió un taxi y empezó a hacerle señas.
—Esta noche va a asistir a la cena de la villa del Río
Yang —dijo el vendedor, jadeando por el esfuerzo de mantener el ritmo de
marcha—. ¡Tome la medicina… ahora! — Implorante, tendió un envoltorio—. Por
favor, Miembro del Partido Chien por su propio bien, por el de todos nosotros.
Así podremos saber contra qué luchamos. Buen Dios, podría ser algo
extraterrestre ese es nuestro principal temor. ¿No comprende, Chien?
¿Qué su maldita carrera comparada con eso? Si no podemos
averiguarlo…
El taxi frenó sobre el pavimento; su puerta se abrió.
Chien empezó a abordarlo. El paquete pasó junto a él, aterrizó sobre el borde
inferior de la puerta, luego se deslizó hacia la alcantarilla, mojada por la
lluvia reciente.
—Por favor —dijo el vendedor—. Y no le costará nada; hoy
es gratis. Sólo agárrelo, úselo antes de la cena. Y no utilice las anfetaminas;
son un estimulante talámico, contraindicado cuando se toma un depresivo de las
adrenales como la fenotiacina… La puerta del taxi se cerró tras Chien, y éste
se sentó. —¿Adónde vamos, camarada? —preguntó el mecanismo robot de conducción.
Le dio la chapa con el número que indicaba su departamento. —Ese mercachifle
imbécil se las arregló para introducir su mugrienta mercancía en mi inmaculado
interior —dijo el taxi—. Fíjese. Está junto a su zapato.
Chien vio el paquete; era sólo un sobre de aspecto común.
«Supongo que es así como las drogas llegan a uno», pensó; de pronto estaba
allí. Se quedó inmóvil por un momento. Luego lo levantó.
Como en la primera vez, un papel escrito acompañaba al
producto, pero vio que ahora estaba escrito a mano. Una letra femenina: de la
señorita Lee:
«Nos sorprendió por lo repentino. Pero gracias al cielo
estábamos preparados. ¿Dónde se encontraba el martes y el miércoles? De todos
modos, aquí lo tiene y buena suerte. Me pondré en contacto con usted durante la
semana; no quiero que trate de localizarme.»
Le prendió fuego a la nota y la hizo arder en el cenicero
del taxi. Y se quedó con los gránulos negros.
«Durante todo este tiempo —pensó—. Alucinógenos en
nuestra agua corriente. Año tras año. Décadas. Y no en tiempo de guerra sino de
paz. Y no de parte del enemigo sino de nuestro propio campo. Quizá debiera
tomar esto; quizá debiera averiguar qué es él o eso y dejar que el grupo de
Tanya Lee lo sepa.» Lo haré, decidió. Y además… tenía curiosidad. Una emoción
perniciosa, lo sabía. Sobre todo en las actividades del Partido la curiosidad
era un estado de ánimo que podía poner punto final a su carrera.
Un estado de ánimo que por el momento lo invadía por
completo. Se preguntó si duraría hasta la noche, si inhalaría en realidad la
droga cuando llegara el instante preciso. El tiempo lo diría. Eso y todo lo
demás. Como lo expresaba el poema árabe, «somos capullos en flor sobre la
llanura, donde los elige la muerte». Trató de recordar el resto del poema, pero
no pudo. Tal vez no tuviera importancia.
El oficial de protocolo de la villa, un japonés llamado
Kimo Okubara, alto y fornido, sin duda un ex luchador, lo examinó con
hostilidad innata, incluso luego de haberle presentado su invitación grabada y
demostrarle en forma fehaciente su identidad.
—Me sorprende que se haya molestado en venir —murmuró
Okubara—. ¿Por qué no quedarse en casa y mirar la TV? Nadie le echa de menos.
Hasta ahora lo pasamos bien sin usted. —Ya he mirado la televisión —dijo Chien,
envarado. Y, de todos modos, rara vez se televisaban las cenas del Partido;
eran demasiado indecentes.
La pandilla de Okubara lo cacheó dos veces en busca de
armas incluyendo la posibilidad de un supositorio anal, y luego le devolvieron
la ropa. Sin embargo, no encontraron la fenotiacina. Porque ya la había tomado.
Sabía que los efectos de dicha droga duraban unas cuatro horas. Era más que
suficiente. Y tal como Tanya le había dicho, era una dosis fuerte. Se sentía
perezoso, inepto y mareado, la lengua se le movía en espasmos, en un falso mal
de Parkinson, un efecto secundario desagradable que no había previsto.
A su lado pasó una muchacha, desnuda a partir del pecho,
con largo cabello cobrizo cayéndole sobre los hombros y la espalda.
Interesante.
Una muchacha desnuda a partir de las nalgas apareció en
sentido opuesto. Interesante, también. Las dos parecían desocupadas y
aburridas, y completamente dueñas de sí mismas. —Usted también debe entrar así
—informó Okubara a Chien. Alarmado, Chien dijo: —Tenía entendido que debía
llevar corbata blanca y frac. —Es broma —dijo Okubara—. Sólo las muchachas van
desnudas. Hasta puede llegar a disfrutarlo, a menos que sea homosexual.
«Bueno —pensó Chien—, supongo que será mejor que me
guste.» Comenzó a vagar entre los demás invitados. Usaban corbata blanca y
frac, como él, y las mujeres vestidos largos de noche, y se sintió ansioso, a
pesar del efecto tranquilizante de la estelacina. «¿Por qué estoy aquí?», se
preguntó. No se le escapaba la ambigüedad de su situación. Estaba allí para
adelantar en su carrera
dentro del aparato del Partido, para obtener el gesto de
aprobación íntimo y personal de Su Excelencia… Y por otro lado estaba allí para
demostrar que Su Excelencia era un engaño. No sabía qué tipo de engaño, pero lo
era: un engaño contra el Partido, contra todos los pueblos democráticos y
amantes de la paz de la Tierra. Siguió mezclándose con la gente.
Una muchacha de pechos pequeños, brillantes, iluminados,
se acercó a pedirle fuego. Sacó el encendedor con gesto abstraído.
—¿Qué es lo que hace resplandecer sus pechos? —le
preguntó—. ¿Inyecciones radiactivas?
La muchacha se encogió de hombros y no dijo nada. Pasó
por su lado, dejándole solo. Sin duda había actuado en forma incorrecta.
Quizá se tratase de una mutación de la época de la
guerra, estimó. —¿Una copa, señor? Un sirviente le tendió una bandeja con
elegancia. Aceptó un martini (que era el trago de moda entre las clases altas
del Partido en China Popular) y probó el sabor seco y helado. Un buen gin
inglés. O posiblemente la mezcla original holandesa; con enebro o algo así. No
estaba mal. Siguió avanzando, sintiéndose mejor. En realidad, la atmósfera del
lugar le resultaba agradable. Aquí la gente tenía confianza en sí misma. Habían
triunfado y ahora podían relajarse. Evidentemente, era un mito que estar cerca
de Su Excelencia producía ansiedad neurótica: al menos allí no veía el menor
indicio, y él mismo apenas la sentía.
Un hombre calvo, maduro y fornido lo detuvo por el simple
procedimiento de apoyar su copa contra el pecho de Chien.
—La pequeña que le pidió fuego —dijo el hombre, y
resopló—. La tipa con los pechos como adornos navideños… era un muchacho, de
compañía —soltó una risita—. Aquí hay que tener cuidado.
—¿Y dónde puedo encontrar mujeres auténticas, si es que
las hay? —preguntó Chien—. ¿Entre las corbatas blancas y los fracs?
—Muy cerca —dijo el hombre, y partió con un tropel de
invitados hiperactivos, dejando a Chien a solas con su martini.
Una mujer alta, elegante, bien vestida, que estaba de pie
cerca de Chien, le agarró de pronto el brazo con la mano; Chien sintió que los
dedos de la mujer se tensaban y ella le decía:
—Ahí viene Su Excelencia. Es la primera vez que lo veo.
Estoy un poco asustada.
¿Tengo bien el pelo?
—Espléndido —dijo Chien, pensativo, y siguió la mirada de
la mujer para ver por primera vez al Benefactor Absoluto.
Lo que cruzaba la habitación hacia la mesa del centro no
era un hombre. Y Chien advirtió que tampoco se trataba de un aparato mecánico.
No era lo que había visto en la televisión. Evidentemente, aquello era un
sencillo dispositivo para emitir discursos, así como Mussolini había utilizado
un brazo artificial para saludar los desfiles largos y tediosos.
«Dios —pensó, y se sintió enfermo—. ¿Era esto lo que
Tanya llamaba el «horror acuático»?» No tenía forma. Ni pseudópodos de carne o
metal. En cierto sentido no estaba allí. Cuando lograba mirarlo de frente, la
forma se desvanecía. Veía a través de ella, veía la gente al otro lado: pero no
la forma en sí misma. Su embargo, si giraba un poco la cabeza y la miraba de
lado, la captaba y podía determinar sus limites.
Era terrible; lo abrumó de horror. A medida que avanzaba
absorbía la vida de cada persona; devoró a la gente allí reunida, siguió su
camino, volvió a comer, siguió comiendo con un apetito insaciable. Aquello
odiaba. Chien sentía su odio. Aquello aborrecía. Chien sentía cómo aborrecía a
todos los presentes: en realidad, él compartía su aborrecimiento. De repente,
Chien y todos los que estaban en la enorme villa eran cada uno una babosa
retorcida, y por encima de los caparazones de babosa caídos, la criatura
saboreaba, se demoraba, pero siempre yendo hacia él: ¿o era una ilusión? «Si
esto es una alucinación —pensó Chien—, es la peor que he tenido en mi vida. Si
no lo es, entonces es una realidad maligna. Es algo maligno que mata y
lastima.» Vio el rastro de sobras de hombres y mujeres pisoteados, amasados que
el ser dejaba a su paso; los vio tratando de reponerse, de actuar con sus
cuerpos tullidos: oyó cómo trataban de hablar.
«Sé quién eres —pensó Tung Chien—. Tú, el caudillo
supremo de la estructura mundial del Partido. Tú, que destruyes cuanto objeto
viviente tocas. Comprendo aquel poema árabe, la búsqueda de las flores de la
vida para comerlas: te veo montado a horcajadas sobre la llanura que para ti es
la Tierra, una llanura sin profundidades ni alturas. Vas a todas partes,
apareces en cualquier momento, devoras todo. Edificas la vida y luego la
engulles, y disfrutas al hacerlo. Eres Dios.»
—Señor Chien —dijo la voz que venía del interior de su
cráneo y no del espíritu sin boca que se iba formando directamente ante él—. Me
alegra volver a verle. Usted no sabe nada. Váyase. Usted no me interesa. ¿Por
qué tendría que importarme el barro? Barro. Estoy atascado en él. Debo
excretarlo, y así lo hago. Puedo destrozarlo, señor Chien. Incluso puedo
destrozarme a mí mismo. Debajo de mí hay rocas filosas. Desparramo objetos con
puntas agudas por encima del pantano. Hago que los sitios ocultos, profundos,
hiervan como en una marmita. Para mí el mar es como un pote de ungüento. Las
partículas de mi carne están unidas a todo. Usted es yo. Yo soy usted. No
importa, como no importa si la criatura de pechos encendidos era una muchacha o
un muchacho. Uno puede aprender a disfrutar de cualquiera de los dos. Se rió.
Chien no podía creer que le estuviera hablando. No podía imaginar —era
demasiado terrible— que le hubiera elegido a él.
—Los he elegido a todos —dijo aquello—. Nadie es
demasiado pequeño. Cada uno cae y muere y yo estoy allí para contemplarlo. Sólo
necesito contemplar. Es automático. Fue dispuesto de ese modo.
Y entonces dejó de hablarle. Se autodisgregó. Pero Chien
lo seguía viendo. Sentía su presencia múltiple. Era un globo que colgaba en la
habitación, con cincuenta mil ojos, con un millón de ojos…, miles de millones.
Un ojo para cada ser viviente mientras esperaba que cada ser cayera, y luego lo
pisoteaba cuando yacía debilitado. Había creado los seres para eso, y Chien lo
sabía. Lo comprendía. Lo que en el poema árabe parecía ser la muerte no era la
muerte sino Dios. O, mejor dicho, Dios estaba muerto, aquello era una fuerza,
un cazador, una entidad caníbal, y fallaba una y otra vez, pero como tenía toda
la eternidad por delante podía permitirse fallar. Advirtió que era como en los
dos poemas. También el de Dryden. La gastada procesión. Eso es nuestro mundo y
tú lo estás fabricando. Urdiéndolo para que así sea. Amarrándonos. «Pero al
menos me queda mi dignidad», pensó. Con dignidad abandonó su copa, se dio
vuelta, caminó hacia las puertas del salón y pasó a través de ellas. Caminó por
un largo vestíbulo alfombrado. Un sirviente de la mansión, vestido de púrpura,
le abrió una puerta. Se encontró de pie afuera, en la oscuridad de la noche, en
una galería, solo. Pero no estaba solo. El ser lo había seguido. O ya estaba
allí antes de que él llegara. Sí, lo había estado esperando. En realidad no
había terminado con él. —Allá voy —dijo Chien, y se precipitó sobre la baranda.
Estaba en un sexto piso, y abajo brillaba el río, y la muerte, la verdadera
muerte, no lo que había vislumbrado el poema árabe.
Mientras trataba de saltar, aquello apoyó una extensión
de sí mismo sobre su hombro. —¿Por qué? —dijo Chien.
Pero se detuvo, intrigado y sin comprender nada. —No
caigas por mí —dijo. Chien no podía verlo porque se había colocado detrás de
él. Pero lo que estaba apoyado sobre su hombro… había comenzado a parecerse a
una mano humana. Y entonces el ser rió. —¿Qué hay de gracioso? —preguntó Chien,
mientras se balanceaba sobre la baranda, sostenido por la falsa mano.
—Estás haciendo mi trabajo —dijo—. No estás esperando.
¿No tienes tiempo para esperar? Te escogeré entre los demás. No necesitas
acelerar el proceso. —¿Y qué pasa si lo hago por repulsión a ti? El ser rió y
no contestó. —Ni siquiera me lo vas a decir —dijo Chien. Tampoco esta vez hubo
respuesta. Comenzó a deslizarse hacia atrás, hacia la galería. Y la presión de
la falsa mano se aflojó de inmediato. —¿Tú fundaste el Partido? —preguntó
Chien. —Fundé todo. Fundé el anti-Partido y el Partido que no es un partido, y
los que están a favor de él y los que están en contra, los que tú llamarías
Yanquis Imperialistas, los del campo reaccionario, y así hasta el infinito.
Fundé todo. Como si fueran hojas de hierba. —¿Y estás aquí para disfrutarlo?
—Lo que quiero es que me veas como soy, como me has visto, y que luego confíes en
mí —dijo el ser. —¿Qué? ¿Confiar en ti para qué? —preguntó Chien temblando.
—¿Crees en mí? —Sí. Puedo verte. —Entonces vuelve a tu empleo en el Ministerio.
Cuéntale a Tanya Lee que soy un anciano gastado, obeso, que bebe mucho y
pellizca el trasero de las muchachas. —Oh, Cristo —dijo Chien. —Mientras sigas
viviendo, incapaz de detenerte, te atormentaré —dijo aquello. —Te quitaré
partícula por partícula todo lo que posees o deseas. Y cuando estés destrozado
hasta la muerte te revelaré un misterio. —¿Cuál es el misterio? —Los muertos
vivirán, los vivos morirán. Yo mato lo que vive, salvo lo que ha muerto. Y te
diré esto: hay cosas peores que yo. Pero no te encontrarás con ellas porque
para entonces te habré matado. Ahora regresa al salón y prepárate para la cena.
No cuestiones lo que estoy haciendo. Hacía lo mismo antes de que existiera
alguien llamado Tung Chien y lo seguiré haciendo mucho después de que deje de
existir. Chien lo golpeó con la máxima fuerza posible. Y experimentó un intenso
dolor en la cabeza. Y oscuridad, con una sensación de caída. Luego, otra vez
oscuridad. «Te alcanzaré —pensó—. Me ocuparé de que tú también mueras. De que
sufras. Vas a sufrir, como nosotros, exactamente del mismo modo. Volveré a
enfrentarte, y te sujetaré con clavos. Juro por Dios que te crucificaré contra
algo. Y dolerá. Tanto como me duele a mí ahora.» Cerró los ojos.
Lo sacudían con rudeza. Y oía la voz de Kimo Okubara.
—Deténgase, borracho. ¡Vamos! Sin abrir los ojos, dijo: —Necesito un taxi. —El
taxi ya espera. Váyase a casa. Desastre. Hacer el ridículo ante todos.
Poniéndose temblorosamente en pie, abrió lo ojos, se examinó. «El Líder a quien
seguimos —pensó— es el Unico Dios Verdadero. Y el enemigo contra el que
luchamos y hemos luchado también es Dios. Tienen razón: está en todas partes.
Pero no entiendo lo que eso significa.» Clavó la mirada en el oficial de
protocolo y pensó: «Tú también eres Dios. Así que no hay escapatoria, quizá ni
siquiera saltando. Como yo empecé a hacerlo, instintivamente.» Se estremeció. —Mezclar
copas con drogas —dijo Okubara con tono ofendido—. Arruinar la carrera. Lo he
visto muchas veces. Desaparezca.
Vacilante, caminó hacia la gran puerta central de la
villa del Río Yangtsé. Dos criados, vestidos como caballeros medievales, con
penachos de plumas, le abrieron ceremoniosamente la puerta. Uno de ellos dijo:
—Buenas noches, señor. —Para usted —dijo Chien, y entró en la noche.
A las tres menos cuatro de la mañana, mientras estaba
sentado e insomne en la sala de estar de su departamento, fumando un Cuesta Rey
Astoria tras otro, sonó un golpe en la puerta.
Cuando abrió se encontró frente a Tanya Lee, con su
impermeable y el rostro marchito de frío. Sus ojos ardían, interrogantes.
—No me mires así —dijo él ásperamente. Su cigarro se
había apagado. Volvió a encenderlo—. Ya me han mirado lo suficiente. —Lo viste
—dijo ella. El asintió.
La muchacha se sentó en el brazo del sillón y tras un
momento dijo: —¿Quieres contármelo? —Vete lo más lejos posible —dijo Chien—.
Bien lejos. Y luego recordó. No había camino que se alejara bastante. Recordó
haber leído también eso. —Olvídalo —dijo.
Poniéndose en pie, fue con paso torpe hasta la cocina y
empezó a preparar café. Siguiéndolo, Tanya dijo: —¿Fue… tan malo? —No podemos
ganar —dijo él—. Ustedes no pueden ganar. No quise incluirme. Yo no entro en
eso. Sólo quiero seguir haciendo mi trabajo en el Ministerio y olvidarme.
Olvidarme de todo el maldito asunto. —¿Es extraterrestre? —Sí. —¿Es hostil a
nosotros? —Sí —dijo Chien—. No. Las dos cosas. Sobre todo hostil. —Entonces
tenemos que… —Vete a casa y acuéstate. —La escrutó con cuidado. Había
permanecido sentado un largo rato y había pensado mucho acerca de muchas
cosas—. ¿Estás casada? — preguntó. —No. Ahora no. Lo estuve. —Quédate conmigo
esta noche —dijo él—. Por lo menos el resto de la noche. Hasta que salga el
sol. Durante la noche es horrible.
—Me quedaré —dijo Tanya, desabrochándose el cinturón del
impermeable—, pero necesito algunas respuestas.
—¿Qué quería decir Dryden con eso de que la música
destemplaría el cielo? —dijo Chien—. ¿Qué puede hacer la música al cielo?
—Que todo el orden celestial del universo termina —dijo
la muchacha mientras colgaba el impermeable en el armario del dormitorio.
Debajo llevaba un suéter anaranjado a rayas y pantalones elásticos. —Eso es lo
malo —dijo Chien.
La muchacha hizo una pausa, reflexionando. —No sé.
Supongo que sí. —Es concederle mucho poder a la música. —Bueno, ya conoces la
antigua idea pitagórica acerca de la «música de las esferas». Con gestos
precisos se sentó en el borde de la cama y se sacó sus zapatos livianos como
chinelas. —¿Crees en eso? —dijo Chien—. ¿O crees en Dios? —¡Dios! —rió la
muchacha—. Eso desapareció junto con la caldera a vapor. ¿De qué estás
hablando? ¿De Dios o de dios?
Se acercó a él, mirándole a los ojos. —No me mires tan de
cerca —dijo Chien con voz aguda, retrocediendo—. No quiero que me vuelvan a
mirar así. Se apartó, irritado. —Creo que si hay un Dios le importan muy poco
los asuntos humanos —dijo Tanya—. Bueno, esa es mi teoría. Quiero decir que a
Él no parece importarle que triunfe el mal o que la gente y los animales sean
heridos y mueran. Francamente, no veo Su presencia a mi alrededor. Y el Partido
siempre ha negado cualquier forma de… —¿Alguna vez lo viste a Él? —preguntó
Chien—. ¿Cuándo eras niña? —Oh, desde luego, cuando niña. Pero también creía…
—¿Alguna vez se te ocurrió que el mal y el bien son nombres que designan la
misma cosa? ¿Qué Dios podría ser al mismo tiempo bueno y malo? —Te prepararé un
trago —dijo Tanya, y entró descalza a la cocina. —El Triturador, el Chirriante,
el Tragón y el Pájaro y el Tubo Trepador… —dijo Chien—, más otros nombres,
otras formas. No sé. Tuve una alucinación. En la cena. Una alucinación enorme.
Terrible. —Pero la estelacina… —Provocó una peor —dijo él. —¿Hay algún modo de
luchar contra lo que viste? —dijo Tanya sombríamente—.
¿Contra ese fantasma al que llamas alucinación pero que
sin duda no lo era? —Creer en él —dijo Chien. —¿Qué lograremos con eso? —Nada
—dijo él, agotado—. Absolutamente nada. Estoy cansado. No quiero un trago…
Acostémonos.
—Está bien. —Regresó silenciosa al dormitorio, comenzó a
sacarse el suéter a rayas por encima de la cabeza—. Lo discutiremos a fondo más
tarde.
—Una alucinación es algo misericordioso —dijo Chien—. Me
gustaría haberla tenido. Quiero que vuelva la mía. Quiero estar antes de que tu
vendedor ambulante me encuentre con aquella fenotiacina. —Ahora ven a la cama.
Seré amable. Toda calor y ternura. Chien se sacó la corbata, la camisa… y vio,
sobre su hombro derecho, la marca, el estigma que le había dejado aquello
cuando le impidió saltar. Marcas lívidas que parecían estar allí para siempre.
Entonces se puso la chaqueta del pijama: ocultaba las marcas.
—De todos modos tu carrera ha adelantado muchísimo —dijo
Tanya cuando él entró en la cama—. ¿No estás contento? —Por supuesto —dijo él,
asintiendo invisible en la oscuridad. Muy contento. —Ven, acércate a mí —dijo
Tanya, rodeándolo con los brazos—. Y olvídate de todo lo demás. Al menos por
ahora.
Entonces Chien la atrajo hacia él, haciendo lo que ella
pedía y él quería hacer. La muchacha fue limpia; se movió con eficacia, con
rapidez y cumplió su parte. No se molestaron en hablar hasta que por fin Tanya
dijo «¡Oh!», y se relajó. —Me gustaría que pudiéramos seguir para siempre —dijo
Chien. —Lo hicimos —dijo Tanya—. Es algo fuera del tiempo. No tiene límites,
como un océano. Así éramos en la época cámbrica, antes de que emigráramos a la
tierra. Es como las antiguas aguas primordiales. El único momento en que
retrocedemos es cuando lo hacemos. Por eso es tan importante para nosotros. Y
en aquellos días no estábamos separados: era como una gran gelatina, como esas
burbujas que flotan hasta la playa. —Que flotan y allí se quedan, a morir —dijo
Chien. —¿Puedes alcanzarme una toalla? —preguntó Tanya—. ¿O un trapo? Lo
necesito. Chien caminó descalzo hasta el baño, y entró a buscar una toalla.
Allí, y ahora completamente desnudo, vio por segunda vez su hombro, vio el
sitio donde el ser lo había aferrado y lo había sostenido, tirándolo hacia
atrás, quizá para juguetear con él un poco más.
Las marcas, inexplicablemente, sangraban. Se limpió la
sangre. En seguida brotó más, y al verla se preguntó cuánto tiempo le quedaba.
Era probable que sólo unas horas. Volviendo a la cama, dijo: —¿Puedes seguir?
—Por supuesto. Si te queda energía. Tú decides.
La muchacha lo miraba sin pestañear, apenas visible en la
difusa luz nocturna. —Me queda —dijo Chien.
Y la atrajo con fuerza hacia él.
No soy partidario de ninguna de las ideas de La fe de
nuestros padres; no pretendo, por ejemplo, que los países de más allá del Telón
de Acero vayan a ganar la guerra fría… o que moralmente debieran hacerlo. Un
tema de la historia, sin embargo, parece apasionarme, con vistas a los
recientes experimentos con drogas alucinógenas: la experiencia teológica, que
tanta gente que ha tomado LSD ha informado. Se me aparece como una frontera
enteramente nueva; en cierta medida, la experiencia religiosa puede ser en la
actualidad estudiada científicamente… y, lo que es más, considerada como
alucinación parcial pero conteniendo también otros componentes reales. Dios,
como tópico en la ciencia ficción, cuando aparecía en ella, acostumbraba a ser
tratado polémicamente, como en Out of the Silent Planet (Más allá del planeta
silencioso). Pero yo prefiero tratarlo como una excitación intelectual. ¿Qué
ocurriría si, a través de las drogas psicodélicas, las experiencias religiosas
se convirtieran en un lugar común en la vida de los intelectuales? El viejo
ateísmo, que nos parecía a tantos de nosotros — incluido yo— válido en términos
de nuestras experiencias, o mejor falta de experiencias, debería ser dejado
momentáneamente de lado. La ciencia ficción, sondeando siempre lo que está a
punto de ser pensado o de ocurrir, deberá finalmente enfrentarse sin
preconcepciones a una futura sociedad neomística en la cual la teología
constituya una fuerza tan importante como en el período medieval. Esto no es
necesariamente un paso atrás, porque actualmente estas creencias pueden ser
comprobadas…, obligadas a justificarse o a callarse. Yo, personalmente, no
poseo auténticas creencias acerca de Dios; sólo mi experiencia de que Él está
presente… subjetivamente, por supuesto; pero el reino interior es real también.
Y en una historia de ciencia ficción uno proyecta lo que ha sido una
experiencia interior personal en un medio determinado; se convierte en algo
socialmente compartido, y en consecuencia discutible. La última palabra, sin
embargo, sobre el tema de Dios, puede que ya haya sido dicha, en el siglo IX de
nuestra era, por Juan Escoto Eríugena, en la corte del rey franco Carlos el
Calvo: «No sabemos lo que es Dios. El propio Dios no sabe lo que Él es debido a
que no es nada. Literalmente, Dios no es, porque trasciende el propio ser». Una
visión mística tan penetrante —y Zen—, aparecida hace tanto tiempo, será
difícil de superar; en mis propias experiencias con las drogas psicodélicas he
conocido muy pocas iluminaciones comparables a la de Eríugena.