Sucedió en medio de las disipaciones de un duro invierno
en Londres. Apareció en diversas fiestas de los personajes más importantes de
la vida nocturna y diurna de la capital inglesa, un noble, más notable por sus
peculiaridades que por su rango.
Miraba a su alrededor como si no participara de las
diversiones generales. Aparentemente, sólo atraían su atención las risas de los
demás, como si pudiera acallarlas a su voluntad y amedrentar aquellos pechos
donde reinaba la alegría y la despreocupación.Los que experimentaban esta
sensación de temor no sabían explicar cual era su causa. Algunos la atribuían a
la mirada gris y fija, que penetraba hasta lo más hondo de una conciencia,
hasta lo más profundo de un corazón. Aunque lo cierto era que la mirada sólo
recaía sobre una mejilla con un rayo de plomo que pesaba sobre la piel que no
lograba atravesar.
Sus rarezas provocaban una serie de invitaciones a las
principales mansiones de la capital. Todos deseaban verle, y quienes se
hallaban acostumbrados a la excitación violenta, y experimentaban el peso del
"ennui", estaban sumamente contentos de tener algo ante ellos capaz
de atraer su atención de manera intensa.
A pesar del matiz mortal de su semblante, que jamás se
coloreaba con un tinte rosado ni por modestia ni por la fuerte emoción de la
pasión, pese a que sus facciones y su perfil fuesen bellos, muchas damas que
andaban siempre en busca de notoriedad trataban de conquistar sus atenciones y
conseguir al menos algunas señales de afecto. Lady Mercer, que había sido la
burla de todos los monstruos arrastrados a sus aposentos particulares después
de su casamiento, se interpuso en su paso, e hizo cuanto pudo para llamar su
atención... pero en vano. Cuando la joven se hallaba ante él, aunque los ojos
del misterioso personaje parecían fijos en ella, no parecían darse cuenta de su
presencia. Incluso su imprudencia parecía pasar desapercibida a los ojos del
caballero, por lo que, cansada de su fracaso, abandonó la lucha.
Mas aunque las vulgares adúlteras no lograron influir en
la dirección de aquella mirada, el noble no era indiferente al bello sexo, si
bien era tal la cautela con que se dirigía tanto a la esposa virtuosa como a la
hija inocente, que muy pocos sabían que hablase también con las mujeres.
Sin embargo, pronto se ganó la fama de poseer una lengua
meritoria. Y bien fuese porque la misma superaba al temor que inspiraba aquel
carácter tan singular, o porque las damas se quedaron perturbadas ante su
aparente odio del vicio, el caballero no tardó en contar con admiradoras tanto
entre las mujeres que se ufanaban de su sexo junto con sus virtudes domésticas,
como entre las que las manchaban con sus vicios.
Por la misma época, llegó a Londres un joven llamado
Aubrey. Era huérfano, con una sola hermana que poseía una fortuna más que
respetable, habiendo fallecido sus padres siendo él niño todavía.
Abandonado a sí mismo por sus tutores, que pensaban que
su deber sólo consistía en cuidar de su fortuna, en tanto descuidaban aspectos
más importantes en manos de personas subalternas, Aubrey cultivó más su
imaginación que su buen juicio. Por consiguiente, alimentaba los sentimientos
románticos del honor y el candor, que diariamente arruinan a tantos jóvenes
inocentes.
Creía en la virtud y pensaba que el vicio lo consentía la
Providencia sólo como un contraste de aquella, tal como se lee en las novelas.
Pensaba que la desgracia de una casa consistía tan sólo en las vestimentas, que
la mantenían cálida, aunque siempre quedaban mejor adaptadas a los ojos de un
pintor gracias al desarreglo de sus pliegues y a los diversos manchones de
pintura.
Pensaba, en suma, que los sueños de los poetas eran las
realidades de la existencia.
Aubrey era guapo, sincero y rico. Por tales razones, tras
su ingreso en los círculos alegres, le rodearon y atosigaron muchas mujeres,
con hijastras casaderas, y muchas esposas en busca de pasatiempos
extraconyugales. Las hijas y las esposas infieles pronto opinaron que era un
joven de gran talento, gracias a sus brillantes ojos y a sus sensuales labios.
Adherido al romance de su solitarias horas, Aubrey se
sobresaltó al descubrir que, excepto en las llamas de las velas, que
chisporroteaban no por la presencia de un duende sino por las corrientes de
aire, en la vida real no existía la menor base para las necedades románticas de
las novelas, de las que había extraído sus pretendidos conocimientos.
Hallando, no obstante, cierta compensación a su vanidad
satisfecha, estaba a punto de abandonar sus sueños, cuando el extraordinario
ser antes mencionado y descrito se cruzó en su camino.
Le escrutó con atención. Y la imposibilidad de formarse
una idea del carácter de un hombre tan completamente absorto en sí mismo, de un
hombre que presentaba tan pocos signos de la observación de los objetos
externos a él —aparte del tácito reconocimiento de su existencia, implicado por
la evitación de su contacto, dejando que su imaginación ideara todo aquello que
halagaba su propensión a las ideas extravagantes —pronto convirtió a semejante
ser en el héroe de un romance. Y decidió observar a aquel retoño de su fantasía
más que al personaje en sí mismo.
Trabó amistad con él, fue atento con sus nociones, y
llegó a hacerse notar por el misterioso caballero. Su presencia acabó por ser
reconocida.
Se enteró gradualmente de que Lord Ruthven tenía unos
asuntos algo embrollados, y no tardó en averiguar, de acuerdo con las notas
halladas en la calle, que estaba a punto de emprender un viaje.
Deseando obtener más información con respecto a tan
singular criatura, que hasta entonces sólo había excitado su curiosidad sin
apenas satisfacerla, Aubrey les comunicó a sus tutores que había llegado el
instante de realizar una excursión, que durante muchas generaciones se creía
necesaria para que la juventud trepara rápidamente por las escaleras del vicio,
igualándose con las personas maduras, con lo que no parecerían caídos del cielo
cuando se mencionara ante ellos intrigas escandalosas, como temas de placer y
alabanza, según el grado de perversión de las mismas.
Los tutores accedieron a su petición, e inmediatamente
Aubrey le contó sus intenciones a Lord Ruthven, sorprendiéndose agradablemente
cuando éste le invitó a viajar en su compañía.
Muy ufano de esta prueba de afecto, por parte de una
persona que aparentemente no tenía nada en común con los demás mortales, aceptó
encantado. Unos días más tarde, ya habían cruzado el Canal de la Mancha.
Hasta entonces, Aubrey no había tenido oportunidad de
estudiar a fondo el carácter de su compañero de viaje, y de pronto descubrió
que, aunque gran parte de sus acciones eran plenamente visibles, los resultados
ofrecían unas conclusiones muy diferentes, de acuerdo con los motivos de su
comportamiento.
Hasta entonces, Aubrey no había tenido oportunidad de
estudiar a fondo el carácter de su compañero de viaje, y de pronto descubrió
que, aunque gran parte de sus acciones eran plenamente visibles los resultados
ofrecían conclusiones muy diferentes, de acuerdo con los motivos de su
comportamiento.
Su compañero era muy liberal: el vago, el ocioso y el
pordiosero recibían de su mano más de lo necesario para aliviar sus necesidades
más perentorias. Pero Aubrey observó asimismo que Lord Ruthven jamás aliviaba
las desdichas de los virtuosos, reducidos a la indigencia por la mala suerte, a
los cuales despedía sin contemplaciones y aun con burlas. Cuando alguien acudía
a él no para remediar sus necesidades, sino para poder hundirse en la lujuria o
en las más tremendas iniquidades, Lord Ruthven jamás negaba su ayuda.
Sin embargo, Aubrey atribuía esta nota de su carácter a
la mayor importunidad del vicio, que generalmente es mucho más insistente que
el desdichado y el virtuoso indigente.
En las obras de beneficencia del Lord había una
circunstancia que quedó muy grabada en la mente del joven: todos aquellos a
quienes ayudaba Lord Ruthven, inevitablemente veían caer una maldición sobre
ellos, pues eran llevados al cadalso o se hundían en la miseria más abyecta.
En Bruselas y otras ciudades por las que pasaron, Aubrey
se asombró ante la aparente avidez con que su acompañante buscaba los centros
de los mayores vicios. Solía entrar en los garitos de faro, donde apostaba, y
siempre con fortuna, salvo cuando un canalla era su antagonista, siendo
entonces cuando perdía más de lo que había ganado antes. Pero siempre
conservaba la misma expresión pétrea, imperturbable, con la generalmente
contemplaba a la sociedad que le rodeaba.
No sucedía lo mismo cuando el noble se tropezaba con la
novicia juvenil o con un padre infortunado de una familia numerosa. Entonces,
su deseo parecía la ley de la fortuna, dejando de lado su abstracción, al
tiempo que sus ojos brillaban con más fuego que los del gato cuando juega con
el ratón ya moribundo.
En todas las ciudades dejaba a la florida juventud
asistente a los círculos por él frecuentados, echando maldiciones, en la
soledad de una fortaleza del destino que la había arrastrado hacia él, al
alcance de aquel mortal enemigo.
Asimismo, muchos padres sentábanse coléricos en medio de
sus hambrientos hijos, sin un solo penique de su anterior fortuna, sin lo
necesario siquiera para satisfacer sus más acuciantes necesidades.
Sin embargo, cuanto ganaba en las mesas de juego, lo
perdía inmediatamente, tras haber esquilmado algunas grandes fortunas de
personas inocentes.
Este podía ser el resultado de cierto grado de
conocimiento capaz de combatir la destreza de los más experimentados.
Aubrey deseaba a menudo decirle todo esto a su amigo,
suplicarle que abandonase esta caridad y estos placeres que causaban la ruina
de todo el mundo, sin producirle a él beneficio alguno. Pero demoraba esta
súplica, porque un día y otro esperaba que su amigo le diera una oportunidad de
poder hablarle con franqueza y sinceridad. Cosa que nunca ocurrió.
Lord Ruthven, en su carruaje, y en medio de la naturaleza
más lujuriosa y salvaje, siempre era el mismo: sus ojos hablaban menos que sus
labios. Y aunque Aubrey se hallaba tan cerca del objeto de su curiosidad, no
obtenía mayor satisfacción de este hecho que la de la constante exaltación del vano
deseo de desentrañar aquel misterio que a su excitada imaginación empezaba a
asumir las proporciones de algo sobrenatural.
No tardaron en llegar a Roma, y Aubrey perdió de vista a
su compañero por algún tiempo, dejándole en la cotidiana compañía del círculo
de amistades de una condesa italiana, en tanto él visitaba los monumentos de la
ciudad casi desierta.
Estando así ocupado, llegaron varias cartas de
Inglaterra, que abría con impaciencia. La primera era de su hermana dándole las
mayores seguridades de su cariño; las otras eran de sus tutores; y la última le
dejó asombrado.
Si antes había pasado por su imaginación que su compañero
de viaje poseía algún malvado poder, aquella carta parecía reforzar tal
creencia. Sus tutores insistían en que abandonase inmediatamente a su amigo,
urgiéndole a ello en vista de la maldad de tal personaje, a causa de sus casi
irresistibles poderes de seducción, que tornaban sumamente peligrosos sus
hábitos para con la sociedad en general.
Habían descubierto que su desdén hacia las adúlteras no
tenía su origen en el odio a ellas, sino que había requerido, para aumentar su
satisfacción personal, que las víctimas —los compañeros de la culpa— fuesen
arrojadas desde el pináculo de la virtud inmaculada a los más hondos abismos de
la infamia y la degradación. En resumen: que todas aquellas damas a las que
había buscado, aparentemente por sus virtudes, habíanse quitado la máscara
desde la partida de Lord Ruthven, y no sentían ya el menor escrúpulo en exponer
toda la deformidad de sus vicios a la contemplación pública.
Aubrey decidió al punto separarse de un personaje que
todavía no le había mostrado ni un solo punto brillante en donde posar la
mirada. Resolvió inventar un pretexto plausible para abandonarle,
proponiéndose, mientras tanto, continuar vigilándole estrechamente y no dejar
pasar la menor circunstancia acusatoria.
De este modo, penetró en el mismo círculo de amistades
que Lord Ruthven, y no tardó en darse cuenta de que su amigo estaba dedicado a
ocuparse de la inexperiencia de la hija de la dama cuya mansión frecuentaba más
a menudo. En Italia, es muy raro que una mujer soltera frecuente los círculos
sociales, por lo que Lord Ruthven se veía obligado a llevar adelante sus planes
en secreto. Pero la mirada de Aubrey le siguió en todas sus tortuosidades, y
pronto averiguó que la pareja había concertado una cita que sin duda iba a
causar la ruina de una chica inocente, poco reflexiva.
Sin pérdida de tiempo, se presentó en el apartamento de
su amigo, y bruscamente le preguntó cuáles eran sus intenciones con respecto a
la joven, manifestándole al propio tiempo que estaba enterado de su cita para
aquella misma noche.
Lord Ruthven contestó que sus intenciones eran las que
podían suponerse en semejante menester. Y al ser interrogado respecto a si
pensaba casarse con la muchacha, se echó a reír.
Aubrey se marchó, e inmediatamente redactó una nota
alegando que desde aquel momento renunciaba a acompañar a Lord Ruthven durante
el resto del viaje. Luego le pidió a su sirviente que buscase otro apartamento,
y fue a visitar a la madre de la joven, a la que informó de cuanto sabía, no
sólo respecto a su hija, sino también al carácter de Lord Ruthven.
La cita quedó cancelada. Al día siguiente, Lord Ruthven
se limitó a enviar a su criado con una comunicación en la que se avenía a una
completa separación, mas sin insinuar que sus planes hubieran quedado
arruinados por la intromisión de Aubrey.
Tras salir de Roma, el joven dirigió sus pasos a Grecia,
y tras cruzar la península, llegó a Atenas.
Allí fijó su residencia en casa de un griego, no tardando
en hallarse sumamente ocupado en buscar las pruebas de la antigua gloria en
unos monumentos que, avergonzados al parecer de ser testigos mudos de las
hazañas de los hombres que antes fueron libres para convertirse después en
esclavos, se hallaban escondidos debajo del polvo o de intrincados líquenes.
Bajo su mismo techo habitaba un ser tan delicado y bello
que podía haber sido la modelo de un pintor que deseara llevar a la tela la
esperanza prometida a los seguidores de Mahoma en el Paraíso, salvo que sus
ojos eran demasiado pícaros y vivaces para pretender a un alma y no a un ser
vivo.
Cuando bailaba en el prado, o correteaba por el monte,
parecía mucho más ágil y veloz que las gacelas, y también mucho más grácil.
Era, en resumen, el verdadero sueño de un epicuro.
El leve paso de Ianthe acompañaba a menudo a Aubrey en su
búsqueda de antigüedad. Y a veces la incosciente joven se empeñaba en la
persecución de una mariposa de Cachemira, mostrando la hermosura de sus formas
al dejar flotar su túnica al viento, bajo la ávida mirada de Aubrey que así
olvidaba las letras que acababa de descifrar en una tablilla medio borrada.
A veces, sus trenzas relucían a los rayos del sol con un
brillo sumamente delicado, cambiando rápidamente de matices, pudiendo ello
haber sido la excusa del olvido del joven anticuario que dejaba huir de su
mente el objeto que antes había creído de capital importancia para la debida
interpretación de un pasaje de Pausanias.
Pero, ¿por qué intentar describir unos encantos que todo
el mundo veía, mas nadie podía apreciar?
Era la inocencia, la juventud, la belleza, sin estar aún
contaminadas por los atestados salones, por las salas de baile.
Mientras el joven anotaba los recuerdos que deseaba
conservar en su memoria para el futuro, la muchacha estaba a su alrededor,
contemplando los mágicos efectos del lápiz que trazaba los paisajes de su solar
patrio.
Entonces, ella le describía las danzas en la pradera,
pintándoselas con todos los colores de su juvenil paleta; las pompas
matrimoniales entrevistas en su niñez; y, refiriéndose a los temas que
evidentemente más la habían impresionado, hablaba de los cuentos sobrenaturales
de su nodriza.
Su afán y la creencia en lo que narraba, excitaron el
interés de Aubrey. A menudo, cuando ella contaba el cuento del vampiro vivo,
que había pasado muchos años entre amigos y sus más queridos parientes
alimentándose con la sangre de las doncellas más hermosas para prolongar su
existencia unos meses más, la suya se le helaba a Aubrey en las venas, mientras
intentaba reírse de aquellas horribles fantasías.
Sin embargo, Ianthe le citaba nombres de ancianos que,
por lo menos, habían contado entre sus contemporáneos con un vampiro vivo,
habiendo hallado a parientes cercanos y algunos niños marcados con la señal del
apetito del monstruo. Cuando la joven veía que Aubrey se mostraba incrédulo
ante tales relatos, le suplicaba que la creyese, puesto que la gente había
observado que aquellos que se atrevían a negar la existencia del vampiro
siempre obtenían alguna prueba que, con gran dolor y penosos castigos, les
obligaba a reconocer su existencia.
Ianthe le detalló la aparición tradicional de aquellos
monstruos, y el horror de Aubrey aumentó al escuchar una descripción casi
exacta de Lord Ruthven.
Pese a ello, el joven, persistió en querer convencer a la
joven griega de que sus temores no podían ser debidos a una cosa cierta, si
bien al mismo tiempo repasaba en su memoria todas las coincidencias que le
habían incitado a creer en los poderes sobrenaturales de Lord Ruthven.
Aubrey cada día sentíase más ligado a Ianthe, ya que su
inocencia, tan en contraste con las virtudes fingidas de las mujeres entre las
que había buscado su idea de romance, había conquistado su corazón. Si bien le
parecía ridícula la idea de que un muchacho inglés, de buena familia y mejor
educación, se casara con una joven griega, carente casi de cultura, lo cierto
era que cada vez amaba más a la doncella que le acompañaba constantemente.
En algunas ocasiones se separaba de ella, decidido a no
volver a su lado hasta haber conseguido sus objetivos. Pero siempre le
resultaba imposible concentrarse en las ruinas que le rodeaban, teniendo
constantemente en su mente la imagen de quien lo era todo para él.
Ianthe no se daba cuenta el amor que por ella
experimentaba Aubrey, mostrándose con él la misma chiquilla casi infantil de
los primeros días. Siempre, no obstante, se despedía del joven con frecuencia,
mas ello se debía tan sólo a no tener a nadie con quien visitar sus sitios
favoritos, en tanto su acompañante se hallaba ocupado bosquejando o
descubriendo algún fragmento que había escapado a la acción destructora del
tiempo.
La joven apeló a sus padres para dar fe de la existencia
de los vampiros. Y todos, con algunos individuos presentes, afirmaron su
existencia, pálidos de horror ante aquel solo nombre.
Poco después, Aubrey decidió realizar una excursión, que
le llevaría varias horas. Cuando los padres de Ianthe oyeron el nombre del
lugar, le suplicaron que no regresase de noche, ya que necesariamente debería
atravesar un bosque por el que ningún griego pasaba, una vez que había
oscurecido, por ningún motivo.
Le describieron dicho lugar como el paraje donde los
vampiros celebraban sus orgías y bacanales nocturnas. Y le aseguraron que sobre
el que se atrevía a cruzar por aquel sitio recaían los peores males.
Aubrey no quiso hacer caso de tales advertencias,
tratando de burlarse de aquellos temores. Pero cuando vio que todos se
estremecían ante sus risas por aquel poder superior o infernal, cuyo solo
nombre le helaba la sangre, acabó por callar y ponerse grave.
A la mañana siguiente, Aubrey salió de excursión, según
había proyectado. Le sorprendió observar la melancólica cara de su huésped,
preocupado asimismo al comprender que sus burlas de aquellos poderes hubiesen
inspirado tal terror.
Cuando se hallaba a punto de partir, Ianthe se acercó al
caballo que el joven montaba y le suplicó que regresase pronto, pues era por la
noche cuando aquellos seres malvados entraban en acción. Aubrey se lo prometió.
Sin embargo, estuvo tan ocupado en sus investigaciones
que no se dio cuenta de que el día iba dando fin a su reinado y que en el
horizonte aparecía una de aquellas manchas que en los países cálidos se convierten
muy pronto en una masa de nubes tempestuosas, vertiendo todo su furor sobre el
desdichado país.
Finalmente, montó a caballo, decidido a recuperar su
retraso. Pero ya era tarde. En los países del sur apenas existe el crepúsculo.
El sol se pone inmediatamente y sobreviene la noche. Aubrey se había demorado
con exceso. Tenía la tormenta encima, los truenos apenas se concedían un
respiro entre sí, y el fuerte aguacero se abría paso por entre el espeso
follaje, en tanto el relámpago azul parecía caer a sus pies.
El caballo se asustó de repente, y emprendió un galope
alocado por entre el espeso bosque. Por fin, agotado de cansanci, el animal se
paró, y Aubrey descubrió a la luz de los relámpagos que estaba en la vecindad
de una choza que apenas se destacaba por entre la hojarasca y la maleza que le
rodeaba.
Desmontó y se aproximó, cojeando, con el fin de encontrar
a alguien que pudiera llevarle a la ciudad, o al menos obtener asilo contra la
furiosa tormenta.
Cuando se acercaba a la cabaña, los truenos, que habían
callado un instante, le permitieron oír unos gritos femeninos, gritos mezclados
con risotadas de burla, todo como en un solo sonido. Aubrey quedó turbado. Mas,
soliviantado por el trueno que retumbó en aquel momento, con un súbito esfuerzo
empujó la puerta de la choza.
No vio más que densas tinieblas, pero el sonido le guió.
Aparentemente, nadie se había dado cuenta de su presencia, pues aunque llamó,
los mismos sonidos continuaron, sin que nadie reparase al parecer en él.
No tardó en tropezar con alguien, a quien apresó
inmediatamente. De pronto, una voz volvió a gritar de manera ahogada, y al
grito sucedió una carcajada. Aubrey hallóse al momento asido por una fuerza
sobrehumana. Decidido a vender cara su vida, luchó mas en vano. Fue levantado del
suelo y arrojado de nuevo al mismo con una potencia enorme. Luego, su enemigo
se le echó encima y, arrodillado sobre su pecho, le rodeó la garganta con las
manos. De repente, el resplandor de varias antorchas entrevistas por el agujero
que hacía las veces de ventana, vino en su ayuda. Al momento, su rival se puso
de pie y, separándose del joven, corrió hacia la puerta. Muy poco después, el
crujido de las ramas caídas al ser pisoteadas por el fugitivo también dejó de
oírse.
La tormenta había cesado, y Aubrey, incapaz de moverse,
gritó, siendo oído poco después por los portadores de antorchas.
Entraron a la cabaña, y el resplandor de la resina
quemada cayó sobre los muros de barro y el techo de bálago, totalmente lleno de
mugre.
A instancias del joven, los recién llegados buscaron a la
mujer que le había atraído con sus chillidos. Volvió, por tanto, a quedarse en
tinieblas. Cual fue su horror cuando de nuevo quedó iluminado por la luz de las
antorchas, pudiendo percibir la forma etérea de su amada convertida en un
cadáver.
Cerró los ojos, esperando que sólo se tratase de un
producto espantoso de su imaginación. Pero volvió a ver la misma forma al
abrirlos, tendida a su lado.
No había el menor color en sus mejillas, ni siquiera en
sus labios, y en su semblante se veía una inmovilidad que resultaba casi tan
atrayente como la vida que antes lo animara. En el cuello y en el pecho había
sangre, en la garganta las señales de los colmillos que se habían hincado en
las venas.
—¡Un vampiro! ¡Un vampiro! —gritaron los componentes de
la partida ante aquel espectáculo.
Rápidamente construyeron unas parihuelas, y Aubrey echó a
andar al lado de la que había sido el objeto de tan brillantes visiones, ahora
muerta en la flor de su vida.
Aubrey no podía ni siquiera pensar, pues tenía el cerebro
ofuscado, pareciendo querer refugiarse en el vacío. Sin casi darse cuenta,
empuñaba en su mano una daga de forma especial, que habían encontrado en la
choza. La partida no tardó en reunirse con más hombres, enviados a la búsqueda
de la joven por su afligida madre. Los gritos de los exploradores al
aproximarse a la ciudad, advirtieron a los padres de la doncella que había
sucedido una horrorosa catástrofe. Sería imposible describir su dolor. Cuando
comprobaron la causa de la muerte de su hija, miraron a Aubrey y señalaron el
cadáver. Estaban inconsolables, y ambos murieron de pesar.
Aubrey, ya en la cama, padeció una violentísima fiebre,
con mezcolanza de delirios. En estos intervalos llamaba a Lord Ruthven y a
Ianthe, mediante cierta combinación que le parecía una súplica a su antiguo
compañero de viaje para que perdonase la vida de la doncella.
Otras veces lanzaba imprecaciones contra Lord Ruthven,
maldiciéndole como asesino de la joven griega.
Por casualidad, Lord Ruthven llegó por aquel entonces a
Atenas. Cuando se enteró del estado de su amigo, se presentó inmediatamente en
su casa y se convirtió en su enfermero particular.
Cuando Aubrey se recobró de la fiebre y los delirios,
quedóse horrorizado, petrificado, ante la imagen de aquel a quien ahora
consideraba un vampiro. Lord Ruthven —con sus amables palabras, que implicaban
casi cierto arrepentimiento por la causa que había motivado su separación— y la
ansiedad, las atenciones y los cuidados prodigados a Aubrey, hicieron que éste
pronto se reconciliase con su presencia.
Lord Ruthven parecía cambiado, no siendo ya el ser
apático de antes, que tanto había asobrado a Aubrey. Pero tan pronto terminó la
convalescencia del joven, su compañero volvió a ofrecer la misma condición de
antes, y Aubrey ya no distinguió la menor diferencia, salvo que a veces veía la
mirada de Lord Ruthven fija en él, al tiempo que una sonrisa maliciosa flotaba
en sus labios. Sin saber por qué, aquella sonrisa le molestaba.
Durante la última fase de su recuperación, Lord Ruthven
pareció absorto en la contemplación de las olas que levantaba en el mar la
brisa marina, o en señalar el progreso de los astros que, como el nuestro, dan
vueltas en torno al Sol. Y más que nada, parecía evitar todas las miradas
ajenas.
Aubrey, a causa de la desgracia sufrida, tenía su cerebro
bastante debilitado, y la elasticidad de espíritu que antes era su
característica más acusada parecía haberle abandonado para siempre.
No era tan amable del silencio y la soledad como Lord
Ruthven, pero deseaba estar solo, cosa que no podía conseguir en Atenas. Si se
dedicaba a explorar las ruinas de la antigüedad, el recuerdo de Ianthe a su
lado le atosigaba de continuo. Si recorría los bosques, el paso ligero de la
joven parecía corretear a su lado, en busca de la modesta violeta. De repente,
esta visión se esfumaba, y en su lugar veía el rostro pálido y la garganta
herida de la joven, con una tímida sonrisa en sus labios.
Decidió rehuir tales visiones, que en su mente creaban
una serie de amargas asociaciones. De este modo, le propuso a Lord Ruthven, a
quien sentíase unido por los cuidados que aquel le había prodigado durante su
enfermedad, que visitasen aquellos rincones de Grecia que aún no habían visto.
Los dos recorrieron la península en todas las
direcciones, buscando cada rincón que pudiera estar unido a un recuerdo. Pero
aunque lo exploraron todo, nada vieron que llamase realmente su interés.
Oían hablar mucho de diversas bandas de ladrones, mas
gradualmente fueron olvidándose de ellas atribuyéndolas a la imaginación
popular, o a la invención de algunos individuos cuyo interés consistía en
excitar la generosidad de aquellos a quienes fingían proteger de tales
peligros.
En consecuencia, sin hacer caso de tales advertencias, en
cierta ocasión viajaban con muy poca escolta, cuyos componentes más debían
servirles de guía que de protección. Al penetrar en un estrecho desfiladero, en
el fondo del cual se hallaba el lecho de un torrente, lleno de grandes masas
rocosas desprendidas de los altos acantilados que lo flanqueaban, tuvieron
motivos para arrepentirse de su negligencia. Apenas se habían adentrado por
paso tan angosto cuando se vieron sorprendidos por el silbido de las balas que
pasaban muy cerca de sus cabezas, y las detonaciones de varias armas.
Al instante siguiente, la escolta les había abandonado, y
resguardándose detrás de las rocas, empezaron todos a disparar contra sus
atacantes.
Lord Ruthven y Aubrey, imitando su ejemplo, se retiraron
momentáneamente al amparo de un recodo del desfiladero. Avergonzados por
asustarse tanto ante un vulgar enemigo, que con gritos insultantes les
conminaban a seguir avanzando, y estando expuestos al mismo tiempo a una
matanza segura si alguno de los ladrones se situaba más arriba de su posición y
les atacaba por la espalda, determinaron precipitarse al frente, en busca del
enemigo...
Apenas abandonaron el refugio rocoso, Lord Ruthven
recibió en el hombro el impacto de una bala que le envió rodando al suelo.
Aubrey corrió en su ayuda, sin hacer caso del peligro a que se exponía, mas no
tardó en verse rodeado por los malhechores, al tiempo que los componentes de la
escolta, al ver herido a Lord Ruthven, levantaron inmediatamente las manos en señal
de rendición.
Mediante la promesa de grandes recompensas, Aubrey logró
convencer a sus atacantes para que trasladasen a su herido amigo a una cabaña
situada no lejos de allí. Tras hacer concertado el rescate a pagar, los
ladrones no le molestaron, contentándose con vigilar la entrada de la cabaña
hasta el regreso de uno de ellos, que debía percibir la suma prometida gracias
a una orden firmada por el joven.
Las energías de Lord Ruthven disminuyeron rápidamente.
Dos días más tarde, la muerte pareció ya inminente. Su comportamiento y su
aspecto no había cambiado, pareciendo tan incosciente al dolor como a cuanto le
rodeaba. Hacia el fin del tercer día, su mente pareció extraviarse, y su mirada
se fijó insistentemente en Aubrey, el cual sintióse impulsado a ofrecerle más
que nunca su ayuda.
—Sí, tú puedes salvarme... Puedes hacer aún mucho más...
No me refiero a mi vida, pues temo tan poco a la muerte como al término del
día. Pero puedes salvar mi honor. Sí, puedes salvar el honor de tu amigo.
—Decidme cómo —asintió Aubrey—, y lo haré.
—Es muy sencillo. Yo necesito muy poco... Mi vida
necesita espacio... Oh, no puedo explicarlo todo... Mas si callas cuanto sabes
de mí, mi honor se verá libre de las murmuraciones del mundo, y si mi muerte es
por algún tiempo desconocida en Inglaterra... yo... yo... ah, viviré.
—Nadie lo sabrá.
—¡Júralo! —exigió el moribundo, incorporándose con gran
violencia—. ¡Júralo por las almas de tus antepasados, por todos los temores de
la naturaleza, jura que durante un año y un día no le contarás a nadie mis
crímenes ni mi muerte, pase lo que pase, veas lo que veas!
Sus ojos parecían querer salir de sus órbitas.
—¡Lo juro! —exclamó Aubrey.
Lord Ruthven de dejó caer sobre la almohada, lanzando una
carcajada, y expiró.
Aubrey retiróse a descansar, mas no durmió pues su
cerebro daba vueltas y más vueltas sobre los detalles de su amistad con tan
extraño ser, y sin saber por qué, cuando recordaba el juramento prestado
sentíase invadido por un frío extraño, con el presentimiento de una desgracia
inminente.
Levantóse muy temprano al día siguiente, e iba ya a
entrar en la cabaña donde había dejado el cadáver, cuando uno de los ladrones
le comunicó que ya no estaba allí, puesto que él y sus camaradas lo habían
transportado a la cima de la montaña, según la promesa hecha al difunto de que
lo dejarían expuesto al primer rayo de luna después de su muerte.
Aubrey quedóse atónito ante aquella noticia. Junto con
varios individuos, decidió ir adonde habían dejado a Lord Ruthven, para
enterrarlo debidamente. Pero una vez en la cumbre de la montaña, no halló ni
rastro del cadáver ni de sus ropas, aunque los ladrones juraron que era aquel
el lugar en que dejaron al muerto.
Durante algún tiempo su mente perdióse en conjeturas,
hasta que decidió descender de nuevo, convencido de que los ladrones habían
enterrado el cadáver tras despojarlo de sus vestiduras.
Harto de un país en el que sólo había padecido tremendos
horrores, y en el que todo conspiraba para fortalecer aquella superstición
melancólica que se había adueñado de su mente, resolvió abandonarlo, no
tardando en llegar a Esmirna.
Mientras esperaba un barco que le condujera a Otranto o a
Nápoles, estuvo ocupado en disponer los efectos que tenía consigo y que habían
pertenecido a Lord Ruthven. Entre otras cosas halló un estuche que contenía
varias armas, más o menos adecuada para asegurar la muerte de una víctima.
Dentro se hallaban varias dagas y yataganes.
Mientras los examinaba, asombrado ante sus curiosas
formas, grande fue su sorpresa al encontrar una vaina ornamentada en el mismo
estilo que la daga hallada en la choza fatal. Aubrey se estremeció, y deseando
obtener nuevas pruebas, buscó la daga. Su horror llegó a su culminación cuando
verificó que la hoja se adaptaba a la vaina, pese a su peculiar forma.
No necesitaba ya más pruebas, aunque sus ojos parecían
como pegados a la daga, pese a lo cuál todavía se resistía a creerlo. Sin
embargo, aquella forma especial, los mismos esplendorosos adornos del mango y
la vaina, no dejaban el menor resquicio a la duda. Además, ambos objetos
mostraban gotas de sangre.
Partió de Esmirna y, ya en Roma, sus primeras
investigaciones se refirieron a la joven que él había intentado arrancar a las
artes seductoras de Lord Ruthven. Sus padres se hallaban desconsolados,
totalmente arruinados, y a la joven no se la había vuelto a ver desde la salida
de la capital de Lord Ruthven.
El cerebro de Aubrey estuvo a punto de desquiciarse ante
tal cúmulo de horrores, temiendo que la joven también hubiese sido víctima del
mismo asesino de Ianthe. Aubrey tornóse más callado y retraído y su sola ocupación
consistió ya en apresurar a sus postillones, como si tuviese necesidad de
salvar a un ser muy querido.
Llegó a Calais, y una brisa que parecía obediente a sus
deseos no tardó en dejarle en las costas de Inglaterra. Corrió a la mansión de
sus padres y allí, por un momento, pareció perder, gracias a los besos y
abrazos de su hermana, todo recuerdo del pasado. Si antes, con sus infantiles
caricias, ya había conquistado el afecto de su hermano, ahora que empezaba a
ser mujer todavía la quería más.
La señorita Aubrey no poseía la alada gracia que atrae
las miradas y el aplauso de las reuniones y fiestas. No había en ella el
ingenio ligero que sólo existe en los salones. Sus ojos azules jamás se
iluminaban con ironías o sarcasmos. En toda su persona había como un halo de
encanto melancólico que no se debía a ninguna desdicha sino a un sentimiento
interior, que parecía indicar un alma consciente de un reino más brillante.
No tenía el paso leve, que atrae como el vuelo grácil de
la mariposa, como un color grato a la vista. Su paso era sosegado y pensativo.
Cuando estaba sola, su semblante jamás se alegraba con una sonrisa de júbilo.
Pero al sentir el afecto de su hermano, y olvidar en su presencia los pesares
que le impedían el descanso, ¿quién no habría cambiado una sonrisa por tanta
dicha?
Era como si los ojos de la joven, su rostro entero,
jugasen a la luz de su esfera propia. Sin embargo, la muchacha sólo contaba
dieciocho años, por lo que no había sido presentada en sociedad, habiendo
juzgado sus tutores que debían demorarse tal acto hasta que su hermano
regresara del continente, momento en que se constituiría en su protector.
Por tanto, resolvieron que darían una fiesta con el fin
de que ella apareciese "en escena". Aubrey habría preferido estar apartado
de todo bullicio, alimentándose con la melancolía que le abrumaba. No
experimentaba el menor interés por las frivolidades de personas desconocidas,
aunque se mostró dispuesto a sacrificar su comodidad para proteger a su
hermana.
De esta manera, no tardaron en llegar a su casa de la
capital, a fin de disponerlo todo para el día siguiente, elegido para la
fiesta.
La multitud era excesiva. Una fiesta no vista en mucho
tiempo, donde todo el mundo estaba ansioso de dejarse ver.
Aubrey apareció con su hermana. Luego, estando solo en un
rincón, mirando a su alrededor con muy poco interés, pensando abstraídamente
que la primera vez que había visto a Lord Ruthven había sido en aquel mismo
salón había sido en aquel mismo salón, sintióse de pronto cogido por el brazo,
al tiempo que en sus oídos resonaba una voz que recordaba demasiado bien.
—Acuérdate del juramento.
Aubrey apenas tuvo valor para volverse, temiendo ver a un
espectro que le podría destruir; y distinguió no lejos a la misma figura que
había atraído su atención cuando, a su vez, él había entrado por primera vez en
sociedad.
Contempló a aquella figura fijamente, hasta que sus
piernas casi se negaron a sostener el peso de su cuerpo. Luego, asiendo a un
amigo del brazo, subió a su carruaje y le ordenó al cochero que le llevase a su
casa de campo.
Una vez allí, empezó a pasearse agitadamente, con la
cabeza entre las manos, como temiendo que sus pensamientos le estallaran en el
cerebro.
Lord Ruthven había vuelto a presentarse ante él... Y
todos los detalles se encadenaron súbitamente ante sus ojos; la daga..., la
vaina..., la víctima..., su juramento.
¡No era posible, se dijo muy excitado, no era posible que
un muerto resucitara!
Era imposible que fuese un ser real. Por eso, decidió
frecuentar de nuevo la sociedad. Necesitaba aclarar sus dudas. Pero cuando,
noche tras noche, recorrió diversos salones, siempre con el nombre de Lord
Ruthven en sus labios, nada consiguió.
Una semana más tarde, acudió con su hermana a una fiesta
en la mansión de unas nuevas amistades. Dejándola bajo la protección de la
anfitriona, Aubrey retiróse a un rincón y allí dio rienda suelta a sus
pensamientos.
Cuando al fin vio que los invitados empezaban a
marcharse, penetró en el salón y halló a su hermana rodeada de varios
caballeros, al parecer conversando animadamente. El joven intentó abrirse paso
para acudir junto a su hermana, cuando uno de los presentes, al volverse, le
ofreció aquellas facciones que tanto aborrecía.
Aubrey dio un tremendo salto, tomó a su hermana del brazo
y apresuradamente la arrastró hacia la calle. En la puerta encontró impedido el
paso por la multitud de criados que aguardaban a sus respectivos amos. Mientras
trataba de superar aquella barrera humana, volvió a su oído la conocida y
fatídica voz:
—¡Acuérdate del juramento!
No se atrevió a girar y, siempre arrastrando a su
hermana, no tardó en llegar a casa.
Aubrey empezó a dar señales de desequilibrio mental. Si
antes su cerebro había estado sólo ocupado con un tema, ahora se hallaba
totalmente absorto en él, teniendo ya la certidumbre de que el monstruo
continuaba viviendo.
No paraba ya mientes en su hermana, y fue inútil que ésta
tratara de arrancarle la verdad de tan extraña conducta. Aubrey limitábase a
proferir palabras casi incoherentes, que aún aterraban más a la muchacha.
Cuando Aubrey más meditaba en ello, más transtornado
estaba. Su juramento le abrumaba. ¿Debía permitir, pues, que aquel monstruo
rondase por el mundo, en medio de tantos seres queridos, sin delatar sus
intenciones? Su misma hermana había hablado con él. Pero, aunque quebrantase su
juramento y revelase las verdaderas intenciones de Lord Ruthven, ¿quién le iba
a creer? Pensó en servirse de su propia mano para desembarazar al mundo de tan
cruel enemigo. Recordó, sin embargo, que la muerte no afectaba al monstruo.
Durante días permaneció en tal estado, encerrado en su habitación, sin ver a
nadie, comiendo sólo cuando su hermana le apremiaba a ello, con lágrimas en los
ojos.
Al fin, no pudiendo soportar por más tiempo el silencio y
la soledad salió de la casa para rondar de calle en calle, ansioso de descubrir
la imagen de quien tanto le acosaba. Su aspecto distaba mucho de ser atildado,
exponiendo sus ropas tanto al feroz sol de mediodía como a la humedad de la
noche. Al fin, nadie pudo ya reconocer en él al antiguo Aubrey. Y si al
principio regresaba todas las noches a su casa, pronto empezó a descansar allí
donde la fatiga le vencía.
Su hermana, angustiada por su salud, empleó a algunas
personas para que le siguiesen, pero el joven supo distanciarlas, puesto que
huía de un perseguidor más veloz que aquellas: su propio pensamiento.
Su conducta, no obstante, cambió de pronto. Sobresaltado
ante la idea de que estaba abandonando a sus amigos, con un feroz enemigo entre
ellos de cuya presencia no tenían el menor conocimiento, decidió entrar de
nuevo en sociedad y vigilarle estrechamente, ansiando advertir, a pesar de su
juramento, a todos aquellos a quienes Lord Ruthven demostrase cierta amistad.
Mas al entrar en un salón, su aspecto miserable, su barba
de varios días, resultaron tan sorprendentes, sus estremecimientos interiores
tan visibles, que su hermana vióse al fin obligada a suplicarle que se abstuviese
en bien de ambos a una sociedad que le afectaba de manera tan extraña.
Cuando esta súplica resultó vana, los tutores creyeron su
deber interponerse y, temiendo que el joven tuviera transtornado el cerebro,
pensaron que había llegado el momento de recobrar ante él la autoridad delegada
por sus difuntos padres.
Deseoso de precaverle de las heridas mentales y de los
sufrimientos físicos que padecía a diario en sus vagabundeos, e impedir que se
expusiera a los ojos de sus amistades con las inequívocas señales de su
trastorno, acudieron a un médico para que residiera en la mansión y cuidase de
Aubrey.
Este apenas pareció darse cuenta de ello: tan
completamente absorta estaba su mente en el otro asunto. Su incoherencia acabó
por ser tan grande, que se vio confinado en su dormitorio. Allí pasaba los días
tendido en la cama, incapaz de levantarse.
Su rostro se tornó demacrado y sus pupilas adquirieron un
brillo vidrioso; sólo mostraba cierto reconocimiento y afecto cuando entraba su
hermana a visitarle. A veces se sobresaltaba, y tomándole las manos, con unas
miradas que afligían intensamente a la joven, deseaba que el monstruo no la
hubiese tocado ni rozado siquiera.
—¡Oh, hermana querida, no le toques! ¡Si de veras me
quieres, no te acerques a él!
Sin embargo, cuando ella le preguntaba a quién se
refería, Aubrey se limitaba a murmurar:
—¡Es verdad, es verdad!
Y de nuevo se hundía en su abatimiento anterior, del que
su hermana no lograba ya arrancarle.
Esto duró muchos meses. Pero, gradualmente, en el
transcurso de aquel año, sus incoherencias fueron menos frecuentes, y su
cerebro se aclaró bastante, al tiempo que sus tutores observaban que varias
veces diarias contaba con los dedos cierto número, y luego sonreía.
Al llegar el último día del año, uno de los tutores entró
en el dormitorio y empezó a conversar con el médico respecto a la melancolía
del muchacho, precisamente cuando al día siguiente debía casarse su hermana.
Instantáneamente, Aubrey mostróse alerta, y preguntó
angustiosamente con quién iba a contraer matrimonio. Encantados de aquella
demostración de cordura, de la que le creían privado, mencionaron el nombre del
Conde de Marsden.
Creyendo que se trataba del joven conde al que él había
conocido en sociedad, Aubrey pareció complacido, y aún asombró más a sus
oyentes al expresar su intención de asistir a la boda, y su deseo de ver cuanto
antes a su hermana.
Aunque ellos se negaron a este anhelo, su hermana no
tardó en hallarse a su lado. Aubrey, al parecer, no fue capaz de verse afectado
por el influjo de la encantadora sonrisa de la muchacha, puesto que la abrazó,
la besó en las mejillas, bañadas en lágrimas por la propia joven al pensar que
su hermano volvía a estar en el mundo de los cuerdos.
Aubrey empezó a expresar su cálido afecto y a felicitarla
por casarse con una persona tan distinguida, cuando de repente se fijó en un
medallón que ella lucía sobre el pecho. Al abrirlo, cuál no sería su inmenso
estupor al descubrir las facciones del monstruo que tanto y tan funestamente
había influido en su existencia.
En un paroxismo de furor, tomó el medallón y, arrojándolo
al suelo, lo pisoteó. Cuando ella le preguntó por qué había destruído el
retrato de su futuro esposo, Aubrey la miró como sin comprender. Después,
asiéndola de las manos, y mirándola con una frenética expresión de espanto,
quiso obligarla a jurar que jamás se casaría con semejante monstruo, ya que
él...
No pudo continuar. Era como si su propia voz le recordase
el juramento prestado, y al girarse en redondo, pensando que Lord Ruthven se
hallaba detrás suyo, no vio a nadie.
Mientras tanto, los tutores y el médico, que todo lo
habían oído, pensando que la locura había vuelto a apoderarse de aquel pobre
cerebro, entraron y le obligaron a separarse de su hermana.
Aubrey cayó de rodillas ante ellos, suplicándoles que
demorasen la boda un solo día. Mas ellos, atribuyendo tal petición a la locura
que se imaginaban devoraba su mente, intentaron calmarle y le dejaron solo.
Lord Ruthven visitó la mansión a la mañana siguiente de
la fiesta, y le fue negada la entrada como a todo el mundo. Cuando se enteró de
la enfermedad de Aubrey, comprendió que era él la causa inmediata de la misma.
Cuando se enteró de que el joven estaba loco, apenas si consiguió ocultar su
júbilo ante aquellos que le ofrecieron esta información.
Corrió a casa de su antiguo compañero de viaje, y con sus
constantes cuidados y fingimiento del gran interés que sentía por su hermano y
por su triste destino, gradualmente fue conquistando el corazón de la señorita
Aubrey.
¿Quien podía resistirse a aquel poder? Lord Ruthven
hablaba de los peligros que le habían rodeado siempre, del escaso cariño que
había hallado en el mundo, excepto por parte de la joven con la que conversaba.
¡Ah, desde que la conocía, su existencia había empezado a parecer digna de
algún valor, aunque sólo fuese por la atención que ella le prestaba! En fin,
supo utilizar con tanto arte sus astutas mañas, o tal fue la voluntad del
Destino, que Lord Ruthven conquistó el amor de la hermana de Aubrey.
Gracias al título de una rama de su familia, obtuvo una
embajada importante, que le sirvió de excusa para apresurar la boda (pese al
trastorno mental del hermano), de modo que la misma tendría lugar al día
siguiente, antes de su partida para el continente.
Aubrey, una vez lejos del médico y el tutor, trató de
sobornar a los criados, pero en vano. Pidió pluma y papel, que le entregaron, y
escribió una carta a su hermana, conjurándola —si en algo apreciaba su
felicidad, su honor y el de quienes yacían en sus tumbas, que antaño la habían
tenido en brazos como su esperanza y la esperanza del buen nombre familiar— a
posponer sólo por unas horas aquel matrimonio, sobre el que vertía sus más
terribles maldiciones.
Los criados prometieron entregar la misiva, mas como se
la dieron al médico, éste prefirió no alterar a la señorita Aubrey con lo que,
consideraba, era solamente la manía de un demente.
Transcurrió la noche sin descanso para ninguno de los
ocupantes de la casa. Y Aubrey percibió con horror los rumores de los
preparativos para el casamiento.
Vino la mañana, y a sus oídos llegó el ruido de los
carruajes al ponerse en marcha. Aubrey se puso frenético. La curiosidad de los
sirvientes superó, al fin, a su vigilancia. Y gradualmente se alejaron para ver
partir a la novia, dejando a Aubrey al cuidado de una indefensa anciana.
Aubrey se aprovechó de aquella oportunidad. Saltó fuera
de la habitación y no tardó en presentarse en el salón donde todo el mundo se
hallaba reunido, dispuesto para la marcha. Lord Ruthven fue el primero en
divisarle, e inmediatamente se le acercó, asiéndolo del brazo con inusitada
fuerza para sacarle de la estancia, trémulo de rabia.
Una vez en la escalinata, le susurró al oído:
—Acuérdate del juramento y sabe que si hoy no es mi
esposa, tu hermana quedará deshonrada. ¡Las mujeres son tan frágiles...!
Así deciendo, le empujó hacia los criados, quienes,
alertados ya por la anciana, le estaban buscando. Aubrey no pudo soportarlo
más: al no hallar salida a su furor, se le rompió un vaso sanguíneo y tuvo que
ser trasladado rápidamente a su cama.
Tal suceso no le fue mencionado a la hermana, que no
estaba presente cuando aconteció , pues el médico temía causarle cualquier
agitación.
La boda se celebró con toda solemnidad, y el novio y la
novia abandonaron Londres.
La debilidad de Aubrey fue en aumento, y la hemorragia de
sangre produjo los síntomas de la muerte próxima. Deseaba que llamaran a los
tutores de su hermana, y cuando éstos estuvieron presentes y sonaron las doce
campanadas de la medianoche, instantes en que se cumplía el plazo impuesto a su
silencio, relató apresuradamente cuanto había vivido y sufrido... y falleció
inmediatamente después.
Los tutores se apresuraron a proteger a la hermana de
Aubrey, mas cuando llegaron ya era tarde. Lord Ruthven había desaparecido, y la
joven había saciado la sed de sangre de un vampiro.