I
Colecciono pedacitos de información acerca de mi abuelo.
Mi abuela me habla de él. Dice que cuando vivía era un buen hombre, cuya bondad
más que admiración provocaba lástima. Tenía fama de ser un poco espagueti. Me
habla de una noche, a él le gustaba sentarse en una mesa en un bar bebiendo un
vaso de anís, sirviéndose él mismo. Se quedaba allí sentado como una niña
mordiendo un helado de cono. Al viejo le gustaba aquella cosa verde, aquel
anís. Era su pasión, a la gente le hacía gracia verlo sentado solo, porque él
era un poco espagueti.
Una noche, cuenta mi abuela, mi abuelo estaba sentado en
el bar, él y su anís. Un camionero borracho tropezó al pasar por las puertas giratoria,
se agarró a la barra, y gritó:
"¡Muy bien! ¡Venid a cogerlas! ¡Las tengo encima!
Y allí estaba mi abuelo, sin moverse, su vieja lengua
jugueteando con el anís. Todos menos él se quedaron en la barra, bebiendo el
licor de camioneros. El camionero se giró. Vió a mi abuelo. Lo insultó.
"¡Tú también, espagueti!" dijo. "¡Levanta
y bebe!".
Silencio. Mi abuelo se levantó. Se tambaleó sobre el
suelo, pasó junto al camionero, y entonces ¡no hizo otra cosa más que atravesar
las puertas giratorias y bajar a la calle cubierta de nieve! Oyó risas
procedentes del bar mientras su pecho ardía. Se fue a casa de mi padre.
"¡Mamma mia!" sollozó. "Tummy Murray, me
llamó espagueti".
"¡Sangue de la Madonna!"
Con la cabeza descubierta, mi padre se precipitó calle
abajo hacia el bar. Tommy Murray no estaba allí. Estaba en otro bar a media
manzana de distancia, y allí lo encontró mi padre. Señaló hacia el lado del
camionero y habló en voz baja. ¡A pelear! Inmediatamente sangre y pelo
comenzaron a volar. Se echaron las sillas hacia atrás. Los clientes
aplaudieron. Los dos hombres lucharon durante una hora. Rodaron por el suelo,
pateando, maldiciendo, mordiendo. Formaban un nudo en el centro de la pista,
sus cuerpos enroscados uno en torno al otro. La cabeza de mi padre, el pecho y
los brazos tapaban la cara del camionero. El camionero gritó. Mi padre gruñó.
Tenía el cuello rígido y temblando. El camionero volvió a gritar, y se quedó
quieto. Mi padre se puso de pie y se limpió la sangre de su boca abierta con el
dorso de su mano. Sobre el suelo, el camionero estaba con una oreja desprendida
colgando de su cabeza. . . . Esta es la historia que mi abuela me cuenta.
Pienso en los dos hombres, mi padre y el camionero, y les
imagino luchando por el suelo.
¡Chico! ¡Cómo peleaba mi padre!
Tengo una idea. Mis dos hermanos están jugando en otra
habitación. Dejo a mi abuela y me voy con ellos. Están tirados en la alfombra,
inclinados sobre lápices de colores y papel de dibujo. Miran hacia arriba y ven
mi cara flameando con mi idea.
"¿Qué pasa?" pregunta uno.
"¡Te reto a hacer algo!"
"¿El qué?"
"¡A que me llames espagueti!"
Mi hermano menor, apenas cuatro años, salta a sus pies, y
bailando arriba y abajo, grita: "¡espagueti! ¡espagueti! ¡espagueti!
¡espagueti! "
Lo miro. ¡Bah! Es demasiado pequeño. Es mi otro hermano,
el mayor, el que yo quiero. Él también tiene orejas.
"Apuesto a que tienes miedo de llamarme
espagueti"
Pero él intuye que estoy buscándole tres pies al gato.
"No," dice. "No quiero".
"¡Espagueti! espagueti! ¡espagueti! ¡espagueti!
"-grita mi hermano pequeño.
"¡Cállate, tú, la boca!"
"No lo haré. Eres un ¡espagueti! ¡espagueti!
¡espagueti espaguetado!
La caja de lápices de colores de mi hermano mayor está en
el suelo delante de su nariz. Pongo mi talón encima de la caja y la machaco
contra la alfombra. Grita, apoderándose de mi pierna. Yo me aparto, y empieza a
llorar.
"Ay, eso estuvo feo", dice.
"Te reto a que me llames espagueti"
"¡Espagueti!"
Le embisto, buscando su oreja. Pero mi abuela entra en la
habitación blandiendo una correa de afeitar.
II
Desde el principio, escucho a mi madre utilizar las
palabras espagueti y dago con un vigor que denota un violento desprecio. Las
escupe hacia fuera. Saltan de sus labios. Para ella, contienen la esencia de la
pobreza, la miseria, la suciedad. Si no me lavo los dientes, o cuelgo mi gorra,
mi madre dice, "No hagas eso. No seas un espagueti". Así, a medida
que voy adquiriendo sus valores, espagueti y dago, para mí, son sinónimos de
cosas malas. Al menos ella es consecuente.
Mi padre no lo es. Está suelto con su lengua. Sus estados
de ánimo crean sus juicios.
A la vez me doy cuenta de que para él espagueti y dago no
tienen un significado distinto, si bien si un no italiano se las dice a la
cara, al instante se considera insultado. Cristóbal Colón fue el mayor
espagueti que haya vivido, dice mi padre. Caruso también. Y este tío y ese.
Pero su buen amigo Peter Ladonna no sólo es un cerdo borracho, sino un
espagueti por encima de todo, y por supuesto todos sus cuñados son espaguetis
holgazanes.
Dice que odia a los irlandeses. Realmente no los odia,
pero le gusta pensar que sí, y nos advierte a los niños contra ellos. El nombre
de nuestro tendero es O'Neil. Con frecuencia y sin darse cuenta él comete
errores cuando mi madre está en su tienda. Ella se queja a mi padre de las
pesadas pequeñas en las carnes, y de vez en cuando de un huevo rancio.
Inmediatamente, mi padre se pone tenso, frunciendo su
labio inferior. "¡Esta es la última vez que un holgazán irlandés me
roba!". Y sale, va a la tienda de comestibles, con los talones retumbando.
Pronto regresa. Sonríe. Sus puños abultan con los
cigarros. "De ahora en adelante," dice, "todo va a estar
bien".
No me gusta el de la tienda. Mi madre me envía allí todos
los días, y al instante se me corta la respiración con su saludo, "¡Hola,
pequeño dago! ¿Qué quieres tomar?". Así que lo detesto, y nunca entro en
su tienda si hay otros clientes, que te llamen dago delante de otros es una
espantosa, casi física humillación. Mi estómago se retuerce, y me siento
desnudo.
Le robo de una manera imprudente cuando el tendero se
vuelve. Me encanta robarle: barras de caramelo, galletas, fruta. Cuando va a la
nevera me apoyo sobre las balanzas de la carne, con ganas de romper algún
muelle; apoyándome en las cestas de huevos. A veces le quito demasiado. Qué
placer entonces permanecer de pie en la acera, mi apetito saciado, y tirar sus
barras de caramelo, sus galletas, sus manzanas sobre los hierbajos de la calle.
"¡Maldita sea, O´Neil, no puedes llamarme dago y
salirte con la tuya!
Su hija es de mi edad. Es bizca. Dos veces por semana
pasa delante de nuestra casa de camino a
su clase de música. Por encima de la calle, y desde lo
alto de la rama de un olmo, la veo bajar por la acera, balanceando su estuche
de violín. Cuando está justo debajo de mí, me burlo de ella canturreando:
¡Marta es bizca!
¡Marta es bizca!
¡Marta es bizca!
III
A medida que crezco me entero de que los italianos
utilizan Wop y Dago mucho más que los norteamericanos. Mi abuela, cuyo
vocabulario en inglés se limita a los nombres más comunes, siempre los emplea
para discutir con italianos. Las palabras nunca salen en voz baja,
discretamente. No, salen disparadas. Hay una entonación descarada, y luego la
sensación de alguien siendo insultado, pasmado.
Entro en la escuela parroquial con un miedo terrible de
ser llamado espagueti. Tan pronto como descubro por qué la gente tiene esas
cosas como apellidos, me rebelo contra apodos tan típicamente italianos como
Bianci, Borello, Pacelli -los nombres de otros estudiantes-. Me siento
gratamente aliviado por la comparación. Después de todo, creo, la gente dice
que soy francés. ¿Acaso no suena francés mi nombre?
¡Claro! Así que a partir de entonces, cuando me preguntan
mi nacionalidad, yo les digo que soy francés. Unos cuantos muchachos comienzan
a llamarme Frenchy. Me gusta eso. Suena bien.
Es así como empiezo a odiar mi herencia. Evito a los
niños y niñas italianos que intentan ser amistosos. Doy gracias a Dios por mi
piel clara y mi pelo, y elijo a mis compañeros por el sonido anglosajón de sus
nombres. Si el nombre de un niño es Whitney, Brown, o Smythe, entonces es mi
amigo, a pesar de estar siempre un poco atemorizado cuando estoy con él, pues
podría descubrirme. A la hora de la comida me abrazo a mi gigantesco almuerzo,
mi madre no envuelve mis bocadillos con papel de cera, y los hace demasiado
grandes, y sobresalen las hojas de lechuga. Peor aun, el pan es casero, ni pan
de panadería, ni pan "americano". Armo un escándalo tremendo porque
no puedo tener mayonesa y otras cosas "americanas".
El párroco es un buen amigo de mi padre. Viene paseando
por los terrenos de la escuela, viendo a los niños jugar. Me llama y me pregunta
por mi padre, y entonces él me dice que debería estar orgulloso de estar
aprendiendo cosas de mis grandes compatriotas, Colón, Vespucio, Juan Cabot.
Habla en voz alta, chistoso. Los estudiantes se reúnen
alrededor de nosotros, escuchando, y me muerdo los labios, deseando que Jesús
lo haga callar y largarme.
De vez en cuando oigo hablar de un tal Dante. Pero cuando
me entero de que era italiano le odio como si estuviera vivo y caminando por la
clase, señalándome con el dedo. Un día me encuentro su imagen en un
diccionario. La miro y me digo que nunca he visto un hijo de puta más feo.
Cierto día, los estudiantes estamos en la pizarra, y una
chica italiana de mirada lánguida, a la que odio pero que insiste en que soy su
novio, está a mi lado. Tiembla y se arrastra, inquieta, de puntillas,
sonriéndome estúpidamente. La desprecio y me doy la vuelta, alejándome de ella
todo lo lejos que puedo.
La monja ve el amplio espacio que nos separa y me dice
que me acerque a la chica. Lo hago, y la
muchacha se aleja, aproximándose al estudiante del otro
lado.
Entonces echo un vistazo a mis pies, estoy sobre una
mancha húmeda que se extiende. Miro rápidamente a la muchacha, y ella inclina
su cabeza y me mira implorando que me sienta culpable por ella. Llamamos la
atención de los demás, y la clase entera estalla en risitas. Aparece la monja.
Creo que otra vez me he metido en un lío, pero ella me coge y murmura que
debería haber levantado dos dedos y por supuesto tendría que haber sido
autorizado para abandonar la clase. Pero, dice, ahora ya no hace falta, lo que
tengo que hacer es salir y traer la fregona. Lo hago, y en medio de la histeria
estoy seguro de que sólo una niña espagueti, recién salida de una casa
espagueti, habría podido hacer algo como esto.
¡Oh, espagueti! ¡Oh, Dago! Me molestas incluso cuando
duermo. Sueño con defenderme de los torturadores. Un día me entero por mi madre
que mi padre estuvo en Argentina en su juventud, y vivió en Buenos Aires
durante dos años. Mi madre me habla de sus experiencias allí, y pienso todo el
día en ellas, incluso a la hora de irme a dormir. Esa noche me despierto
sobresaltado. En la oscuridad, voy a tientas hasta la habitación de mi madre.
Mi padre duerme a su lado. La despierto con cuidado para no despertarle a él.
Le susurro, "¿Estás segura de que papá no nació en
Argentina?"
"No. Tu padre nació en Italia."
Me vuelvo a la cama, desconsolado y disgustado.
IV
Durante un partido de béisbol en el recinto escolar, un
muchacho que juega en el equipo contrario empieza a ridiculizar mi forma de
batear. Es la novena entrada, y no hago caso de sus burlas. Estamos perdiendo
el partido, pero si yo puede enganchar una bola nuestras posibilidades de ganar
son bastante grandes. Estoy decidido a hacerlo, y me enfrento al pitcher con
confianza. El verdugo me ve en el plate.
"¡Ho! ¡Ho!", grita. "¡Mirad quién está
ahí!"
"El espagueti. ¡Vamos a eliminar al espagueti!"
Esta es la primera vez que alguien en la escuela me ha
escupido esa palabra, y estoy tan enojado que me hago eliminar tontamente.
Peleamos después del partido, este chico y yo, y le obligo a retirarlo.
Ahora, los días de escuela se convierten en días de
lucha. Casi todas las tardes a las 3:15 una multitud se reúne para verme
hacerle a un tío que lo retire. Esto es divertido, estoy consiguiendo un lugar
ahora, así que ¡vamos, chicos, os animo a llamarme espagueti! Cuando por fin no
hay más niños que se atrevan, me llegan insultos de oídas, y busco a los
culpables. Recorro, chulito, los pasillos. Los más pequeños me admiran.
"¡Aquí viene!" dicen, y miran y miran. Mis dos hermanos menores van a
la misma escuela, y el más pequeño, un mocoso de siete años, me trae a sus amigos
que me piden que me suba la manga y les muestre mis músculos. Aquí están,
muchachos. Mirad mi cuerpo.
Mi hermano cuenta en casa las hazañas de mis batallas. Mi
padre escucha con atención y yo aguardo por si hay que aclarar algún detalle.
¡Días tristemente felices! Mi padre me da consejos, cómo sostener mi puño, cómo
proteger mi cabeza. Mi madre, demasiado escandalizada como para oir más,
aprieta sus sienes y cierra sus ojos y abandona la habitación.
Me siento nervioso cuando traigo amigos a casa, el lugar
parece tan italiano. Una foto de Víctor Manuel colgando por aquí, otra de la
catedral de Milán por allá, y al lado, una de San Pedro, y sobre el escritorio
reposa una jarra de vino de diseño medieval, siempre llena, siempre roja y
brillante con vino. Estas cosas, reliquias familiares de mi padre, no importa
quién venga a nuestra casa, a él le gusta ponerse junto a ellas y presumir.
Así que empiezo a gritarle. Le digo que deje de ser un
espagueti y que sea un americano de vez en cuando. Inmediatamente coge su
correa de afeitar y el infierno entero me persigue, golpeándome de una
habitación a otra y finalmente por fuera de la puerta trasera. Entro en la
leñera, y bajo mis pantalones y estiro el cuello para examinar los moratones en
mi trasero. ¡Un espagueti! ¡eso es lo que es mi padre!
En ninguna parte hay un padre americano que pegue a su
hijo así. En fin, no va a conseguir salirse con la suya, algún día voy a
vengarme de él.
Empiezo a pensar que mi abuela es irremediablemente una
espagueti. Es pequeña, una campesina rechoncha que camina con sus muñecas
cruzados sobre el vientre, una simple señora vieja cariñosa con los chicos.
Viene a la habitación y trata de hablar con mis amigos. Habla inglés con un
acento pésimo, sus vocales salen como aros. Cuando, a su manera simple, se
enfrenta a un amigo mío y le dice, con sus viejos ojos sonrientes, "¿Tú
gusta ir a la scola Seester?" mi corazón ruge. ¡Mannaggia! Soy un
desgraciado, ahora todos saben que soy italiano.
Mi abuela me ha enseñado a hablar su lengua materna. A
los siete años, lo domino perfectamente, y siempre que hablo con ella lo hago
en italiano. Pero cuando mis amigos están conmigo, a los doce o trece años,
intento no hacer caso a lo que ella dice, y a mis amigos, sonrisa falsa, ni se
les pasa por la cabeza la posibilidad de que yo pueda hablar otra lengua que no
sea el inglés. A veces, esto le enfurece. Se enoja entonces y blasfema con
grandes palabrotas.
V
Cuando termino en la escuela parroquial mi familia decide
enviarme a una academia jesuita en otra ciudad. Mi padre me acompaña el primer
día. Cincelada en el frontal que bordea el tejado del edificio principal de la
academia está la inscripción latina: Religioni et Bonis Artibus. Mi padre y yo
permacenemos a cierta distancia. Lo lee en voz alta y me dice lo que significa.
Levanto la vista hacia él con asombro. ¿Es este hombre mi
padre? ¡Miradlo, escuchadlo! ¡Lee
con acento italiano! Lleva un bigote italiano. No me
había dado cuenta hasta este momento, pero es clavadito a un espagueti. Su
traje cuelga descuidadamente formando arrugas. ¿Por qué diablos no se compra
uno nuevo? ¡Y mirad su corbata! Está torcida. Y sus zapatos: necesitan un
abrillantado. ¡Y por el amor del Señor, fijaos en sus pantalones! Ni siquiera
están abotonados por delante.
Y oh, maldición, maldición, maldición, véis esos tirantes
viejos y sucios que ya no tirarán jamás.
Dígame, señor, ¿es usted realmente mi padre? Usted, el de
ahí, ¿por qué es usted un tipo tan pequeño, tan enano, un tío tan avejentado?
Es usted exactamente igual que uno de esos inmigrantes que llevan una manta.
¡Usted no puede ser mi padre! ¿Por qué?, pensé. . . Siempre he pensado. . .
Estoy llorando ahora, es la primera vez que lloro por
algo que no sea una paliza, y estoy contento de que él no esté llorando también.
Me alegro de que sea tan duro como es, y de que nos despidamos rápidamente, y
de que baje por el sendero rápidamente, y no me doy la vuelta para mirar atrás,
porque sé que él está allí, de pie y mirándome.
Entro en el edificio de administración y hago la cola
junto a chicos desconocidos que también esperan para registrarse en el curso de
otoño. Hay algunos muchachos italianos entre ellos. Estoy lejos de casa, y
siento a los italianos. Nos miramos unos a otros y nuestros ojos se encuentran
en una amalgama irresistible, una efusiva consanguinidad; aparto la mirada.
Un fornido jesuita se levanta de su silla, detrás del
escritorio, y se me presenta. ¡Qué voz para un hombre! Hay una docena de
tormentas eléctricas en su pecho. Me pregunta mi nombre, y lo anota en una
pequeña tarjeta.
"¿Nacionalidad?" ruge.
"Americano".
"¿Nombre de su padre?"
Susurro, "Luigi".
"¿Cómo? Deletréelo. Hable más fuerte."
Toso. Me toco los labios con el dorso de mi mano y
deletreo el nombre.
"¡Ja!" grita el registrador. "¡Todavía
siguen viniendo! ¡Otro espagueti! Bueno, jovencito, ¡usted estará aquí como en
casa! ¡Sí, señor! ¡Hay muchos wops aquí! ¡Hasta tenemos kikes! ¡Y, sabe, este
lugar apesta a irlandés miserable!"
¡Dio! ¡Cómo odio a ese sacerdote!
Y continúa: "¿Dónde nació su padre?"
"Buenos Aires, Argentina."
"¿Su madre?"
Por fin puedo gritar con el gusto de la verdad.
"¡Chi-ca-goo!" Sí, como si fuera un revisor.
Como por casualidad, él pregunta: "¿Habla usted
italiano?"
"¡No! Ni una palabra."
"Pues muy mal", dice.
"¡Chiflado!", pienso.
VI
Ese semestre me dedico a servir mesas para sufragar mis
gastos de matrícula. Problemas venideros; el chef y sus ayudantes en la cocina
son todos italianos. Ellos también saben que soy del gremio. No hago caso a las
propuestas amistosas del chef, lo odio desde el principio. Él entiende por qué,
y así nos convertimos en enemigos.
Cada palabra que él utiliza tiene un cuchillo dentro. Sus
comentarios me cortan en pedazos. Después de dos meses no soporto ya estar en
la cocina, por lo que escribo una larga carta a mi madre, estoy perdiendo peso,
escribo; si no me permites dejar este trabajo, enfermaré y suspenderé mis
exámenes. Me envía algo de dinero y me dice que lo deje de una vez, oh, lo
siento mucho, hijo mío, no imaginaba que sería tan duro para ti.
Decido trabajar sólo una noche más, servir mesas sólo una
comida más. Esa noche,
después de la cena, cuando en la cocina no hay nadie más
que el cocinero y sus asistentes, me quito el delantal y me dirijo hacia él,
mirándolo fijamente. Es el momento. Dos
meses esperando este momento. Hay un cuchillo clavado en
la tabla de cortar. Lo cojo, sin dejar de mirar. Quiero hacerle daño, arreglar
cuentas.
Él me ve y dice, "¡Fuera de aquí, espagueti!"
Un ayudante grita: "¡Cuidado, tiene un
cuchillo!"
"No irás a lanzarlo, espagueti", dice el
cocinero. No pensaba hacerlo, pero es decirme eso y se lo tiro. Vuela por
encima de su cabeza y choca contra la pared y cae con estrépito en el suelo. Él
lo recoge y me persigue fuera de la cocina. Corro, dando gracias a Dios por no
haberle dado.
Ese año el equipo de fútbol está compuesto por chavales
irlandeses e italianos. Los de la línea de ataque son irlandeses, y en el
backfield estamos cuatro italianos. Tenemos un buen equipo y ganamos muchos
partidos, y mis compañeros son excelentes jugadores que no son nada egoístas y
trabajan juntos como un solo hombre. Pero odio a mis tres compañeros del
backfield, por culpa de nuestra nacionalidad, parecemos ridículos. El equipo me
nombra capitán, y hago señales y me ocupo de que mis compañeros italianos en el
backfield hagan la menor puntuación posible. Domino el juego.
La revista de la escuela y las páginas deportivas de la
ciudad comienzan a referirse a nosotros como las Maravillas espagueti. Creo que
se trata de un insulto. Una tarde, al final de un partido importante, varios
estudiantes abandonan la tribuna principal y se juntan en un extremo del campo,
para improvisar algunos gritos. Dan tres hurras por las Maravillas espagueti.
Eso me pone enfermo. Puedo sentir el movimiento de mi
estómago, y después de ese partido devuelvo mi uniforme y abandono el equipo.
Soy un mal latinista. Me desagrada esa lengua, no
estudio, y por eso suspendo mis exámenes habitualmente. Un estudiante viene y
me dice que si sigo su consejo es posible quitar el Latín de mi currículum,
basta con no aprobar a posta los próximos exámenes, desgracidamente no pasar.
Si hago esto, dice, los jesuitas se rendirán ante mi torpeza y me permitirán
abandonar la lengua.
Es un consejo cabal. Lo llevo a cabo. Pero los jesuitas
no son tontos. Se dan cuenta de lo que estoy haciendo, y se ríen y me dicen que
no soy lo suficientemente listo como para engañarles, y que tengo que seguir
estudiando Latín, no importa si me lleva veinte años aprobar. Peor aun, doblan
mis tareas y me paso el tiempo de recreo con la sintaxis latina. Antes de los
exámenes de mi primer año el jesuita que me instruye me llama a su habitación y
dice:
"Para mí es un misterio que un italiano de pura
sangre como usted tenga problemas con el Latín. La lengua está en su sangre, y
créame, es usted un maldito y pobre espagueti "
¡Abbastanzia! Subo las escaleras y atranco la puerta y me
siento con mi libro delante de mí, mi libro de Latín, y estudio como un
salvaje, llorando desconsoladamente sobre mis cosas hasta que, ¡oh! ¿Qué es
esto? ¿Qué hago yo estudiando aquí? Efectivamente, es muy parecido al italiano
que mi abuela me enseñó hace ya tanto tiempo - este Latín no es tan difícil,
después de todo-. Apruebo el examen. Lo hago con tan buena nota que mi
instructor cree que hay truco.
Dos semanas antes de mi graduación me pongo enfermo y voy
a la enfermería y me quedo allí en cuarentena. Me tumbo en la cama y alimento
mis rencores. Me muerdo los pulgares y pienso en viejos agravios. Tengo mucha
fiebre, y no puedo dormir. Pienso en el director. Él era mi mejor amigo durante
mis dos primeros años en la escuela, pero en mi tercer año, el año pasado, fue
trasladado a otra escuela de la provincia. Me acuesto en la cama pensando en el
día en que nos encontremos de nuevo en este último año. Nos volvimos a ver de
nuevo a su vuelta en septiembre, en el despacho del director. Saludó a los
muchachos, a unos y a otros, y luego se volvió hacia mí y dijo:
"¡Y usted, el espagueti! Todavía está con nosotros.
Viniendo de la boca de un sacerdote, la palabra tenía un
poco delicado sonido que me sacudió todo el cuerpo. Sentí la mirada de todos, y
oí una risita. ¡Conque así son las cosas! Me acuesto pensando en el sacerdote y
ahora se ríe.
De repente salto de la cama, rompo la solapa de un libro,
encuentro un lápiz y escribo una nota al sacerdote. Escribo: "Querido
Padre: No he olvidado su insulto. Usted me llamó espagueti el último
septiembre. Si no se disculpa de inmediato va a tener problemas". Llamo al
hermano encargado de la enfermería y le digo que entregue la nota al sacerdote.
Después de un rato escucho los pasos del sacerdote
subiendo por la escalera. Llega a la puerta de mi cuarto, la abre, me mira
durante un buen rato, sin hablar, sólo mirando de una manera quejumbrosa.
Espero que entre y se disculpe, éste es un gran momento para mí. Pero cierra la
puerta en silencio y se aleja. Estoy asombrado. ¡Un doble insulto!
Héme aquí de nuevo en la noche de graduación. Sobre la
tribuna el director hace un discurso y luego comienza a repartir los diplomas.
Se supone que debemos decir: "Gracias," cuando nos lo dé. Así que
gracias, y gracias, y gracias, dice todo el mundo cuando le llega su turno.
Pero cuando me da el mío, miro hacia él directamente, sin decir nada, y desde
ese día nunca más volvemos a hablarnos.
El siguiente septiembre ingreso en la universidad.
"¿Dónde nació su padre?" pregunta el
secretario.
"Buenos Aires, Argentina."
Claro, eso es todo. El mismo tema, con variaciones.
VII
El tiempo pasa, y también los días de clase.
Estoy sentado en un muro de la plaza, mirando una fiesta
mexicana que pasa por la calle. Un hombre viene y se encarama en la pared junto
a mí, y me pregunta si tengo un cigarrillo. Tengo, y mientras enciende el
cigarrillo, charla conmigo, y hablamos de cosas sin importancia hasta que la
fiesta se termina.
Bajamos de la pared, y sin dejar de hablar, caminamos por
los bajos fondos de Los Ángeles. El tipo necesita un afeitado y la ropa no es
de su talla, está claro que se trata de un vago.
Dice una mentira detrás de otra, y encima no las cuenta
bien. Pero estoy solo en esta ciudad, y soy un gran escuchador.
Entramos en un restaurante para tomar un café. Su tono
ahora se vuelve confidencial. Ha vagabundeado desde Chicago a Los Angeles, y ha
venido en busca de su hermana, tiene su dirección, pero ella no está, y durante
dos semanas la ha estado buscando en vano. Habla y habla de esta hermana,
parece un buitre volando en círculos sobre ella, dándome a entender que debería
hacer algunas preguntas sobre ella. Quiere que sea yo quien encienda la mecha
que mostrará sus sentimientos.
Así que pregunto: "¿Está casada?"
Y entonces él se lanza a despotricar contra ella. Incluso
si la encontrase, no viviría con ella.
¿Qué clase de hermana es ésa que le deja marchar por las
calles sin un centavo en el bolsillo, y eso que está casada con un hombre que
tiene mucho dinero y que podría darle un trabajo? Cree que ella le ha dado
deliberadamente una dirección falsa para que no la encuentre, y cuando le ponga
las manos encima le va a retorcer el cuello. Al final, después de haberla
despellejado por completo, hace exactamente lo que yo creo que va a hacer.
Pregunta: "¿Tienes una hermana?"
Le digo que sí, y él espera que le de mi opinión sobre
ella, sin resultado.
Nos encontramos de nuevo una semana más tarde.
Ha encontrado a su hermana. Ahora comienza a alabarla.
Ella ha convencido a su marido para darle un trabajo, y mañana va a trabajar
como camarero en el restaurante de su cuñado. Me da la dirección, pero no pongo
atención en ello aparte del hecho de que debe de estar en algún lugar del
Barrio Italiano.
Y así es, y por una extraña coincidencia me entero que su
cuñado, Rocco Saccone, es un viejo amigo de mi familia y un paesano de mi
padre. Una noche, dos semanas más tarde, estoy en el local de Rocco. Rocco y yo
estamos hablando en italiano cuando el hombre que me encontré en la plaza sale
de la cocina, con un delantal sobre sus piernas. Rocco le llama y él se acerca,
y Rocco lo presenta como su cuñado de Chicago. Nos damos la mano.
"Nos hemos visto antes", le digo, pero el
hombre de la plaza no parece querer que esto se sepa, conque suelta mi mano
rápidamente y se va detrás del mostrador, fingiendo estar ocupado. ¡Oh, como
puedes comprobar, está mintiendo!'
En voz alta, Rocco me dice: "Ese hombre es un
cobarde. Se avergüenza de su propia sangre". Se vuelve hacia el hombre de
la plaza.
"¿No es usted?"
"Ah, ¿sí? " dice con desdén el hombre de la
plaza.
"¿Qué quieres decir -está avergonzado-?
"¿Qué quieres decir?"
"Avergonzado de ser un italiano", dice Rocco.
"Ah, ¿sí? " dice el hombre de la plaza.
"Eso es todo lo que sabe", dice Rocco.
"Ah, ¿sí? Eso es todo lo que sabe. Ah, ¿sí? Ah, ¿sí? ¡Ah, ¿si? Eso es todo
lo que sabe"
"Ah, ¿sí? " dice una vez más el hombre de la
plaza.
"Yah", dice Rocco, con la cara azul. "¡Animale
codardo!"
El hombre de la plaza me mira con las cejas arqueadas, y
él no lo sabe, permanece de pie allí con sus negros, ojos líquidos, no sabe que
es tan bueno como un dios en su delantal de camarero; porque es de hecho un
dios, un hacedor de milagros, no, él no sabe, nadie lo sabe; siempre lo mismo,
él es de ese tipo de personas. Estando allí de pie, mirándole, me siento como
mi abuelo y mi padre y el cocinero jesuita y Rocco, parece que he vuelto a
casa, y me sorprende que este retorno, que de alguna manera siempre se espera,
fuera a ocurrir tan silenciosamente, sin trompetas y truenos.
"Si yo fuera tú, me desharía de él", le digo a
Rocco.
"Ah, ¿sí?" vuelve a decir el hombre de la
plaza.
Me gustaría pegarle. Pero eso no servirá de nada. No
tiene sentido dar una paliza a tu propio cadáver.